El sujeto fue hallado muerto de un tiro
en la frente. Un hueco ancho y un hilo rojo corría por su mejilla izquierda.
Los ojos cerrados y la boca semiabierta dibujaban una sonrisa que producía una
rara sensación.
Había algo en ese rostro que indicaba
felicidad, paz, inocencia.
La policía cerró el caso dejando
únicamente pendiente la identificación del asesino.
María Vinge jamás despertó. Los oficiales
de la ley la encontraron sentada en su sillón con un tiro entre los ojos y una
sonrisa perfecta.
Lucila Cardozo también fue hallada sin
vida y la bala que penetró su cráneo era idéntica a los casos anteriores. Los
detectives unieron las piezas y comenzaron a pensar en matador serial. Lo que
no podían encontrar era el motivo que uniera a las víctimas. No se conocían, no
pertenecían a círculos comunes y sus vidas no se habían cruzado jamás ni
siquiera por las redes sociales.
A lo largo de dos años se encontraron
veinticinco personas a las que les dispararon en la frente, con la misma arma.
Las fotos que sacaban los forenses revelaban la misma expresión de
tranquilidad.
Parecían dormidas en el más hermoso de
los sueños.
Había una vez un ángel de nombre Berejel.
Ocupaba un puesto moderado en la jerarquía de los ayudantes del Altísimo pero
era particularmente inquieto. Era curioso, respetaba poco las reglas y por lo
tanto fue enviado a la tierra en calidad de observador como una forma de que
viera por sí mismo el daño que producía la anarquía y la falta de adhesión a
las eternas leyes.
Berejel sintió una profunda compasión por
los humanos. Vio sus sufrimientos y lloró como solo los ángeles pueden hacerlo,
derramando innumerables lágrimas de cristal azul.
Una tarde gris pasó por delante de una
joven mujer de nombre María que sufría en silencio la pérdida de su amor y que
se culpaba por no haberlo rescatado a tiempo de un terrible incendio en su
departamento. La mujer era creyente y sabía que el Cielo no se abría a los
suicidas. Sin embargo ella carecía de ganas de vivir. Demasiado angustiada
vivía sus días encerrada esperando el hachazo final de una muerte que no
llegaba.
El ángel sabía que esto era parte del
plan divino. El Creador había previsto que la vida solo podía darle y quitarla
él mismo o sus sagrados ayudantes.
Berejel concibió un plan compasivo.
Compró un arma y balas de platino. Buscó y encontró a todos aquellos que
querían morirse y temían suicidarse para no ofender su fe. El ángel les daba
una muerte limpia, segura y sobre todo sin limitaciones. Una vez muertos podían
ir al cielo y en todo caso pagar sus culpas como cualquier otro.
Así Berejel, el ángel de los suicidas
hizo el trabajo sucio. Liberó las almas sufrientes de su miserias y les dejó la
puerta abierta al trono inmaculado.
Como ángel que era, no conocía el pecado,
solo una inmensa e infinita compasión. Algunos ángeles sospecharon que el Jefe
mismo lo había mandado para ser su mano ejecutora cuando las cartas del destino
no parecían coincidir con el supremo diseño, el Todopoderoso empleaba los
resquicios en la vastedad de los mundos que Él había creado para hacer posible
lo imposible
LANA MARANELLA, 2000 “EN LA ESCOTILLA DEL
CIELO” (Ed. Sarcontina & Cia)