Impregnado.
Luego de la
radiación de rayos L-12 provenientes de la consola de manejo de la estación de
suplementación de RAEL, Carlos sintió el calor carcomiéndole las yemas de los
dedos, los bordes de los huesos y algo parecido a burbujas en las entrañas.
Se le practicaron los análisis de rigor y
el fallo no muy favorable fue: impregnado.
Desde hacía
varias semanas que venía trabajando al filo de la seguridad personal casi hasta
el agotamiento, absorto en su propio mundo, ajeno al hambre y al sueño. Presentía
la llegada de la información en forma de rayo iluminador, suponía que si seguía
por esa vía, la idea madre se le haría carne y por fin encontraría la respuesta
al secreto de la materia en el estudio de los cuerpos.
Al saberse el
diagnóstico fue quitado de su puesto en los laboratorios y fue recluido en las
habitaciones de descanso, recubiertas con plomo y vanadio.
La
impregnación era como una maldición, todos sabían que podía suceder pero nadie
realmente creía que les tocaría. Eran científicos, merodeadores de los secretos
de las micro partículas, manejaban instrumentación avanzada y en el fondo,
hijos del sistema de castas por el cual los universitarios eran de orden
superior, se creían un tanto inmortales.
Aquella noción
les era inculcada de pequeños, incluso antes de ser potenciales asistentes a
estudios superiores.
Apenas nacidos
se les realizaba un análisis de radio genética que indicaba el alcance del
coeficiente y ciertas cualidades de adaptación necesarias para ingresar al
sistema y ser útil a la corporación social.
Carlos había
pasado por todas las etapas de examinación y siempre su puntaje fue excelente.
Hubo algunas –mínimas- alarmas. En una ocasión sufrió un desmayo durante una
dura sesión de entrenamiento físico y también había discutido en dos ocasiones
con sus superiores. Así y todo, tres o cuatro incidentes menores estaban en el
rango previsto y nadie se molestó en darle mayor importancia. Pero en su
interior, muy profundo, en las entrañas mismas de su alma, Carlos era un
rebelde. Su accionar tenía sin embargo un sentido lógico y había desarrollado
un don para esconder sus sentimientos e incluso sus pensamientos más íntimos.
Tenía más de
treinta y cinco años y ya era líder del laboratorio de rayos. Eso le daba un
poder más que suficiente para moverse por todo el destacamento. Su labor
incluía la necesidad de elaborar las píldoras para los soldados, los relajantes
para la población y los elíxires para los jefes. Todo era controlado y
estratificado, cada uno recibía su dosis y aquello mantenía la armonía de todo
el sistema.
Carlos
encontró una grieta en el sistema de intercambios (básicamente dinero por
píldoras) y observó que el comportamiento de ambas corrientes generaba algo
parecido a la electricidad pero de acción inversa, un intercambio iónico de
poderosa acción.
Las
transacciones se realizaban por transferencias que corrían por el mismo
andamiaje digital que la las fórmulas de las polvos y líquidos con los que se
fabricaban las drogas.
Había un punto
en que todo eran ceros y unos, el universo digital comprendía tanto la
mercancía como el pago. En el centro neurálgico de las máquinas que controlaban
todo, se fraccionaban las ecuaciones y cada una tomaba un atajo, un “pasomortem”
como había previsto Henrik Dinke en su “Tratado para la circulación orgánica de
los sistemas”.
Así, a una
velocidad incalculable se encontraban partículas minúsculas que colisionaban
liberando nuevas partículas que al no hallar un destino propio tendían a
disiparse y morir.
Carlos diseñó
un atomizador de flujo invertido parecido a una aspiradora doméstica con la
cual atraía esas millones de partículas y las direccionaba a un nuevo sistema
de tuberías de cristal para ser almacenadas en viejos tanques de oxígeno que ya
no se utilizaban. Estudió las propiedades de aquellos bosones y luego de diez
años descubrió que eran plásticos, móviles y sobre todo calientes.
En sus ratos libres y a escondidas de
todos, configuró una parte de los aparatos para hacer pruebas diversas y
encontrar el uso adecuado a tamaña energía. Sabía por experiencia que los
indicadores neutros y las tendencias a la colisión indicaban una pérdida de
energía en el proceso y eso era justamente lo que él quería evitar. Pensaba que
si podía conservar al menos el noventa por ciento de la fuerza contenida podría
incrementar el flujo radiónico al punto de formar un verdadero agujero negro en
medio del laboratorio.
No se trataba ni siquiera de una
genialidad, la verdadera razón de su descubrimiento fue su incesante necesidad
de evasión. No soportaba las horas en los laboratorios, las salas y menos aún
las tediosas sesiones de socialización con sus eventuales camaradas.
La observación
de la nada fue el principio, mirar sin mirar, lo que él llamaba la paradoja
visual, le había enseñado que el espacio no era hueco, el tiempo era solo un
envión y la energía pulsaba como el corazón de un dinosaurio cósmico.
Carlos mantuvo en secreto sus trabajos y
no dejaba registro escrito que lo pudiera comprometer.
Una noche, mientras observaba el accionar
de los elementos dentro de las tuberías comenzó a escuchar un extraño sonido,
débil al comienzo hasta que sus oídos se acostumbraron. Era música. Hermosa y
poderosa música. Notas que parecían venir del cielo del que hablaban los
confesores, una forma de luz hecha vibración sonora.
Notó que lo que sucedía era que dentro de
los tubos las partículas se habían combinado para crear notas armónicas. Como
si poseyeran un cerebro colectivo se movían al compás de melodías bellísimas. Comprendió
entonces que estaba frente a una clase nueva de vida. Lo probable hubiese sido
que ante la falta de eco y reacción en las resonancias, todas las micro
partículas hubiesen tendido a quedar en reposo, sin pulsión de acción y sin
intercambios de información. Pero al contrario, se caracterizaban por tomar
nuevos bríos, como si hubiesen recibido vitaminas o un viento de luz las
hubiera arrojado al movimiento. Era vida, luz y materia minúscula palpitando en
una sucesión de ráfagas que como un oleaje se movían al ritmo de ciclos
incomprensibles.
El choque se
daba en la zona neutra, eso ya lo había descubierto. El flujo del ingreso de
números como representación de los dineros rozándose con las fórmulas ordenadas
de las pastillas había creado un vacío virtual que no podía ser predicho.
En ese vacío
que Carlos pensaba que era una forma de anti gravedad, las moléculas de unos y
otros no podían mantener su composición y generaban intercambios biofotónicos
totalmente nuevos e inesperados. Se preguntó porqué en aquel vacío justamente y
no en otro. Con el entusiasmo de quien cree estar frente a un descubrimiento
trascendente, desarmó parte de la máquina, en secreto a lo largo de cuarenta
días y sus noches. Pieza por pieza, tornillos, grampas, placas de duraluminio,
vidrios y pegamentos fueron removidos con el cuidado de un cirujano. Tomó sus
herramientas y se puso a escudriñar los recovecos más alejados y todas las
conexiones. Durante días y semanas no encontró nada. Frustrado pensó que tal
vez era todo parte de una casualidad, sin embargo, como científico no podía
contentarse con eso.
La cámara de
vacío. Sabía que allí residía la esencia misma del asunto. Se planteó porqué el
vacío atraería a las partículas y las haría danzar. No había ninguna evidencia
ni justificación teórica para semejante accionar.
El día treinta
y nueve, mal alimentado, mal dormido y sin bañarse, en la pasión enloquecida de
la búsqueda se levantó bruscamente y al hacerlo golpeó su cráneo contra un filo
mal limado y se abrió la cabeza. Cayó al piso sobre su propia sangre que manaba
de forma abundante de la herida. Alcanzó sin embargo a arrastrarse hasta el
botiquín y tirarse agua oxigenada directamente de la botella. Gritó con todas
sus fuerzas. Respiraba agitado, y sintió frío. Se descalzó y se puso a oler sus
medias sucias. Mordió con ganas su campera polar hasta sentir sus encías latir.
Cerró los ojos
con tal fuerza que vio luces de colores: rojas y lilas, amarillas y azules
eléctricos, líneas que se ondulaban y cruzaban en medio de un espacio sin fin.
Vio puntos negros que absorbían la luz y miríadas de microscópicos renacuajos
fugándose de soles de oro. Sentía el cerebro estallar en orgásmicas explosiones
que liberaban las más brillantes y coloridas piedras preciosas: rubíes y
diamantes púrpuras chocaban con las puntas afiladas de estalactitas del color
del mar para una vez más explotar en interminable sucesión de esquirlas
multicolores abriéndose paso en un mundo que nunca terminaba. Una rarísima
espiral emergió del fondo de su mente, negra y azul con estrellas, tantas como
granos de arena frente al océano, y giraba y se expandía llevándose todo. Los
cristales volantes, la luz, el color, todo era arrojado dentro de la espiral
que parecía una galaxia invertida que succionaba toda energía a su alrededor.
Miró dentro suyo y vio que nuevas explosiones ocurrían en el margen izquierdo
superior de su cabeza. Allí millares de líneas azules, brillantes como rayos
nocturnos, se entrelazaban y resplandecían sobre nubes magentas de polvo
luminoso. Tuvo miedo. La sangre seguía brotando y la herida mojada con agua
oxigenada largaba burbujas como si se tratara de champú. Pudo reincorporarse
por un reflujo de adrenalina que nunca supo de donde provino. Logró vendarse la
cabeza y se volvió a echar desinfectante. Le cayó por los ojos y gritó y lloró
e insultaba a la madre de algún desgraciado. Cuando se calmó apenas tenía
energías para continuar parado y sus ojos dolían con la sal de las lágrimas y
los destellos de su cerebro.
Caminó unos
metros hacia el centro neurálgico de la cámara de vacío y como si su vista
tuviese rayos X vio el centro mismo, dentro de los tubos. Se acercó en silencio
temiendo que todo fuese una ilusión o que de alguna extraña manera pudiese espantar
a las partículas. Gluones y bosones, se movían de una manera que le parecía
conocida aunque en ese estado era incapaz de interpretar los lazos que los
unían.
De pronto ante
sus extrañados ojos devenidos en rayos X vio que una entre mil millones de
partículas comenzó a bailar alrededor de otra. Subía y bajaba por decirlo de
alguna manera, parecía saltar, acercarse y alejarse. Carlos se acercó aún más
pegando su nariz contra el artefacto. En medio de un exquisito campo de energía
fluida y dinámica comprendió que aquel bosón estaba cortejando a su elegida.
Era una danza de amor. Un acto tan lleno de vida como la eclosión misma de la
existencia. Apoyó su ojo y vio a la porciúncula ínfima de tamaño, apenas
medible y difícilmente contable, hacer lo increíble, la vio sonreír.
Doce meses más
tarde, Carlos fue completamente purificado de la impregnación recibida. Los
doctores determinaron que debía aceptar un retiro voluntario y con el dinero
que le darían, comprar una quinta en las afueras para dedicarse a lo que
quisiera.
El
plan incluyó un borrado completo de la memoria y una desgrabación neuronal completa.
Los datos recabados fueron cargados en una computadora espectral de orden
cuántico y aún los estarían procesando.
Una
vez tomados estos recaudos, los gerentes de operaciones se olvidaron del caso.
No se trataba de investigar los recónditos aspectos de la materia y la energía
sino de fabricar pastillas y cobrar por ello.
Carlos aceptó
el retiro un tanto aturdido y medicado de más. Compró su terreno y se instaló a
armar una huerta con plantas aromáticas.
Con los años se fue olvidando de su pasado como científico y luego de
cuatro décadas de una vida tranquila falleció sentado en la hamaca de su
jardín.
En el instante
exacto de su muerte, detrás de las arrugas y los cabellos grises, un sol
resplandeció en su interior, quizás fue en el corazón o en su frente o quizás
en todo su cuerpo. Los ojos se tornaron topacios incandescentes y de su nariz
manaba un humo violáceo. Sus manos arrugadas se transparentaron hasta parecer
de hielo verde y sus labios parecían amatistas talladas. Carlos ya no era
Carlos o quizás fue más Carlos que nunca. De sus pies nació un fuego que como
un cohete lo elevó por los aires. Su alma evacuaba un cuerpo gastado pero su
memoria celular se reorganizó de una manera activa y tomó los recuerdos que
habían sido escondidos durante la lobotomía y los trajo al presente. De pronto,
desde su mundo seccionado, a mitad de camino entre el abandono del cuerpo y las
aún no abiertas puertas del cielo, volvió a ver sus entrañables y amadas micro
partículas. Las vio danzar y saltar y pulsar todas las teclas de colores del
gran piano del cosmos. Pudo ver sus rostros. Inmensos y animados, sonrientes y
cariñosos, cada partícula tenía un nombre y todos sabían la verdad del Todo.
Eran felices, armónicas, inmaterialmente sólidas y espectralmente presentes.
Cada una era un universo y en cada uno se edificaban los mundos y los soles,
vivían seres aún más pequeños con vidas tan cortas como olvidos. Millones de
historias conformaban una única y gran telaraña sideral.
Carlos
vio la esencia de la creación y se fue en paz. Desde los no lugares y en los márgenes
del tiempo, las pequeñas y diminutas partículas los saludaban con un amor que
no era de este mundo. Una de ellas de aspecto rojizo le guió el ojo en señal de
complicidad. Otro, más cerca de un Do menor parpadeó tan fuerte que el oxígeno
se convirtió en helio. Una más pequeña que las otras de aroma a miel dibujó un
lazo alrededor de su desgastado cuerpo y tiró muy fuerte hasta hacerlo
estallar. Carlos se fue libre. Las partículas renacieron de muertes infinitas y
todas se juraron amarse hasta la inmortalidad.
RENÉ BAROLO, 1987 “AMENO MAGNA” (Ed.
Calicedo Hnos.)