Criaturas monstruosas y a la vez
espléndidas, aterradoras y hechizantes como los peces dorados que saltan en el
mar embravecido mientras a la lejanía las aguas son visitadas por relámpagos
ardientes. Una belleza sobrenatural y dolorosa.
Moradas de tez, los ojos como espirales
de zirconio y cobalto. La maravilla de los labios más perfectos del universo,
tan rojos como el centro del sol, las Megrófenas devoraban sirenas al
atardecer.
No eran más grandes sino más audaces,
perversas y lascivas, lo cual es ya mucho decir. Antoneto Masálida dice en su
“De Megrofeanensis in mare Atlanticus” que aquellas criaturas reinaban sin
oposición en el fondo del océano.
Creadas por un hijo no reconocido del
mismísimo Neptuno, fruto de su relación con una humana de nombre Aídelia, ellas
tenían piernas en lugar de cola de pez.
Por una extraña cualidad de sus columnas,
se contorsionaban de tal manera que convertían su cuerpo en turbinas vivientes
y nadaban a velocidades superiores que cualquier sirena, incluso aventajaban a
las manta rayas y delfines a los cuales devoraban de buen gusto.
Su belleza era indescriptible, los pocos
humanos que sobrevivieron a un encuentro decían que dolía verlas. Su forma
voluptuosa, la tersura de su piel, la hipnótica mirada y la ausencia de vello corporal
solo contrastaba con sus hermosas cabelleras, que llevaban trenzadas en decenas
de pequeños atados prolijos y resplandecientes.
No cantaban ni hablaban sino que se
comunicaban de forma telepática con quien quisieran y su poder era tal que
podían provocar orgasmos extáticos a la distancia.
Decir que eran crueles sería atinado, más
aún, sanguinarias. Deseaban tanto la destrucción de toda vida ajena a ellas
mismas que no dudaban en utilizar los recursos más variados para descomponer el
cuerpo de otros seres. Predadoras salvajes y hambrientas, gustaban también de
la carne del tiburón y de postre preferían a las sirenas.
Neptuno las despreciaba por su falta de
refinamiento y había dispuesto que fueran cazadas por todos los seres del mundo
acuático. Sin embargo ellas nadaban impunes en los mares del señor del océano
sin sentir ni miedo ni piedad, sin remordimientos ni temores, con la conciencia
de su propio poder y el legado de las monstruosidad de sus fiestas de la
ingesta de la carne de sirenas.
En aquel entonces las relación entre las
diversas criaturas del mar era de alguna manera un resultado natural de las
necesidades de la vida en toda su magnitud: el pez grande se comía al pez
chico, y cada especie sobrevivía a base de estrategias evolutivas de diversa
índole.
Sin embargo las Megrófenas no pertenecían
a este mundo y de alguna manera alteraban el orden establecido sin más leyes
que las propias. Su hermosura era patente pero también inconsistente. Superaban
a cualquier criatura y eso las convertía en seres odiados por las diosas,
mortales y por sus víctimas más habituales, las sirenas. Se realizó un
encuentro en secreto a las orillas del mar. Allí asistieron las mujeres de la
costa, las diosas del Olimpo y las sirenas se allegaron hasta el borde. Por única
vez realizaron un pacto. La destrucción de las Megrófenas era lo único que las
unía.
Tramaron un plan, prepararon las trampas.
Se unieron en la desesperación y el odio y al parecer la confabulación tuvo
éxito porque ya nunca más fueron vistas.
MARCIA LLABRÓ, “LAS MEGRÓFENAS” (Extracto
del artículo del Opus MIndis, Ed. Biblia e Renovum)