Aislado y furioso.
Supo lo que era el rencor, la mancha de aceite en el tejido
de la carne. No
podía ser sangre ni alcohol: nada se parecía al estertor insólito del rechazo a
toda costa. Algo así como un selector de bobinados mal calibrado, venas
entrelazadas aplastándose unas a otras hasta la constipación de la mente. Caracas , sol
de mayo, Yosemite, liturgias, cebras disidentes y vasos de plástico duradero;
almejas, sonares y radares, maravillas varias de lo no creado junto a un gran
queso robot y el hueco por el que se escapa la docilidad para transformarse en
el redoble sordo de un bombo andino. Mientras tanto seguía supurando lagartijas
envenenadas, cáñamo para la droga incierta y cultivada junto al vocablo meloso
de la meretriz indecorosa y deseable.
Algún evento rociado de hilachas suspendidas como aguas
vivas muertas en la playa pareció canibalizar la existencia de todos y él, que
se creía inmune, sufrió el abandono y la pérdida de su nido con un relajo que
le dio asco incluso a sí mismo. A pesar de su influencia casi sacerdotal no
podía evitar sentir que su alma podía estar perdiéndose en un laberinto de
imposibilidades. Pensó en la demencia, sin pudor, como si se tratara de una
colitis o un eczema, algo físico, mórbido, excrementos de la identidad: el
costo de la existencia.
Navegó con sus pensamientos hacia lugares no santos, mató,
mutiló y mintió hasta revolverse en la condición más miserable y abyecta. No
trató de disimular sino al contrario, removió toda idea de moral y rectitud y
estableció un reinado de lo arbitrario en el imperio del dolor y sin más verdad
que el arbitrio caprichoso de los humores, se encontró arrojado a una vía
desolado con cientos de trenes destrozando su cuerpo.
Alguna vez pensó en tomar arsénico, otras en arrojarse a
vacío desde una altura que garantice un hermoso vuelo coronado de sangre.
Observó la muerte que propinan los leones a sus presas y disfrutó secretamente
de ser un venado mientras una parte escondida situó su conciencia en el diente
felino y se satisfizo con el placer de desgarrar y mutilarse a sí mismo
escindido en ambas bestias, siendo cazador y almuerzo. Vivió para morir pero
era demasiado cobarde para ejercer de suicida. Tampoco estaba dispuesto a dar
el gusto a sus enemigos que según él, pululaban como hormigas esperando su
cadáver con ansias.
Una vez más intentó un truco que consistía en derramar su
propia saliva sobre las heridas abiertas y observar si efectivamente sanaba
como los gatos o si al final se pudría. Ambas opciones le parecían aceptables,
si mejoraba era señal que sus fluidos tenían el poder de la autocuración y si
no, una buena gangrena podía servir para dar lástima al menos y eso no era tan
malo en aquellas circunstancias.
De nuevo pensó en dirimir la cuestión con opciones
antojadizas como licuar hígado con mermelada, yogur y cera, agregar aserrín y
poner todo a fuego lento para volcar luego el ungüento en un molde con forma de
pececito y llevarlo al congelador. También se le ocurrió que si cortaba sus
prendas en tiras con una buena tijera podría parecer una momia de la moda y
pavonearse por la calle principal del pueblo con medio cuerpo depilado. Se
asomó por el balcón de su piso alto y sacó media pierna con actitud de saltar.
Sintió el vértigo en el esófago primero y luego como un cosquilleo nuclear que lo hizo sentir vivo. Volvió a meterse y observó con lágrimas en los ojos el
horizonte. Era muy hermoso. Un atardecer rojo como la muerte, vasto, perfecto.
Si tenía que morir este sería el día o no sería nunca.
Su gran pesar era el que llevan los inmortales: no podía
morir. Vivir era una tortura, el cadalso de la existencia se le hacía poco
llevadero y la muerte era solo una forma de posponer lo inevitable. Subir,
bajar, arrugarse, florecer, dormir, bailar y volver a las cavernas uterinas
para luego seguir en la danza de la percepción era solo un camino de latitudes
conocidas.
Diamantes, cochinillos, alcahuetes, silleteros, estiércol y
batallones de hombres notorios y mujeres permeables, de niños incandescentes y
profetas.
No servía ya beberse las pócimas que tanto gustan a los
humanos, no servía el alcohol ni el degollamiento ni la bomba termoiónica ni la
lluvia ácida ni el bombardeo de asteroides radioactivos, al final todo se
resumía en un padecimiento que alargaba la agonía, el ciclo circular de la
repetición incesante y continua.
Pensó en fuego, llamas purificadoras crepitando en el
infinito para siempre en la eternidad de los tiempos en el más anaranjado de
los destinos entre el calor y los bordes cortantes elevándose hacia un cielo
inexistente. El calor le sentaba bien, incluso el ahogo, era bueno en el arte
de la resistencia y la sentencia final de su veredicto era siempre culpable por
lo que quemarse vivo no era tan mal plan, al fin y al cabo la combustión era
excitante.
GEORGE MURRAY, 2002 “INSTRUCCIONES PARA INCENDIARSE” (Ed.
Jeremy Backton LTD.)