Reflexionar
a través de la escritura es difícil.
No veo
ni encuentro la forma de hacerlo sin que se interponga con más o menos
sutileza, el duende de la arrogancia, la cruel hada del desprecio, el oso
devorador de todo lo creado, un millar de entes diversos con opiniones
divididas sobre cientos de tópicos desconectados entre sí y sin más en común
que el ruido atroz de todas la voces discutiendo, polemizando con argumentos y
aún gritos histéricos para imponer un punto en particular.
Supongamos
que puedo por un acto de voluntad minimizarlos hasta el extremo de la
insignificancia en una tarea a prueba
del ego y logro que su mudez. Surge allí un demonio ya de otra calaña, más
antiguo, más adulto, menos juguetón y me pregunta con el sutil truco de usar mi
propia voz:
¿Quién
me leerá? ¿Qué opinarán? ¿A quién seduciré? ¿Me considerarán genial o al menos
no un imbécil irremediable? ¿Qué frutos rendirá en el futuro? ¿Me pedirán
cientos de artículos y podré vivir de la escritura?. ¿Nació todo esto para morir
como todo lo que hago?
Escribir
me ha servido –un servicio impuesto desde la presunción de lo imperativo como
el pago de un impuesto- para limpiar mis corredores mentales. Eso sí, a este
paso la pequeña escoba de la que dispongo se gastará antes de que pueda barrer
siquiera una habitación.
Aislar
palabras es en un acto de ejecución sumaria en donde me puedo convertir en
fiscal y juez con el veredicto implícito de que fueron hallados todos
culpables.
La
palabra ejecuta, corta y moldea la realidad, eso no es nuevo, ni original, ni
siquiera tiene un ordenamiento armónico que lo vuelva bello. Pero aún sí, es lo
que es: la antesala de la condena. Y por ello seré también el verdugo. Ahora
tengo un problema y es que debo trabajar de enterrador, llorona, deudo y
albacea del testamento, heredero, pariente ladrón, embaucador, hijo derrochador
y nieto indolente hasta la última generación antes del final de los tiempos.
Con
permiso, paso a usar el plural.
No
sabemos porqué en un momento dado dejamos que los vocablos salgan como nutrias
de abajo del agua del inconsciente y asomen sus peludas cabecitas llenas de
miles de variables, de sonidos, de texturas y entonaciones implícitas.
No es
ni casual ni arbitrario, solo que no tenemos la menor idea de los verdaderos
motivos de su aparición.
Como
fantasmas adueñados de nuestro cerebro se cuelan por los intersticios de la
mente como espías entrenados, ninjas asesinos de la felicidad disfrazados de
amorosas radiaciones y una vez allí se hacen carne y célula.
El
misterio sigue allí, intacto, sólido porque está hecho de carga pesada y prácticamente
inviolable, autosustentable y ajeno, totalmente ajeno.
Nada de
lo que pensamos o decimos se nos subordina de verdad a nuestro centro vital.
Más
bien en cambio se superpone, se monta como un ladrillo en la argamasa general
de nuestra identidad.
Y así
se construyen las paredes de la psiquis.
Muro a
muro, dejándonos detrás, solos y asustados.
Si
tuvimos una dosis de suerte o un constructor chapucero, quizás nos dejó un
mundo sin techo y así al menos podemos ver las estrellas.
Pero
también entra el viento, el polvo, el frío, la sensación íntima de que los
huesos se romperán o bien estallando en el pavor de la soledad o por acción de
un calor excesivo y doloroso. Imaginamos sin saberlo cientos de astillas
clavadas en la carne, por dentro, como escorpiones mal nutridos en busca de
néctar.
Nos
sabemos frágiles y ante la menor impresión fuerte de un exterior que aún
pretende contactarse con nuestro abandonado universo partido, hacemos aquello
que nos parece lo más natural: poner trampas.
Como
cazadores minamos nuestro espacio alrededor y con un pánico más intenso que la
sola idea de morir, corremos por el pasillo invisible del aislamiento para
evitar ser atrapados por nuestras propias herramientas: poner trampas y
olvidarse donde, esa es la acción más fantástica que nos lleva a creer que existe
un destino hostil.
En ese
desierto florecen las cadenas.
Permiso,
vuelvo al singular.
A veces
corro como un animal perseguido por una llanura inexistente hacia un cielo
imaginario.
Me resbalo
mirando un horizonte irreal y caigo en cuenta del ardor en mis piernas. Siento
el corazón latiendo fuerte.
Temo
que explote.
No
porque me preocupe en demasía mi propia supervivencia sino por pudor:
¿Qué
pensarían los que me quieren bien de verme así, despojado de todos menos del
orgullo, flotando por mi mundo hecho de cactus y miel agria?
Me
molesta.
Una
parte de mis recuerdos se agolpa en un segundo buscando liberarse del tormento
y me habla en varios idiomas.
Me
confunde.
No sé
si estoy o no me fui, si voy en camino a perderme o si me encuentro sin rumbo a
minutos de la aniquilación.
En
realidad nunca lo supe. Siempre fue un proceso dialéctico, un ir y venir,
palabras mezcladas como en un crucigrama perverso y antojadizo, irresoluble.
La
presión por escapar se me ha hecho insoportable.
Necesito
salir y un geniecillo me habla y me dice
que ya es hora de buscar las compuertas de la exclusa y hacernos agua para
fluir como parte del movimiento de la vida hacia una nueva posibilidad más
interesante o al menos estimulante.
Hay
cierta posibilidad de error que me preocupa, podría ser por ejemplo que en
lugar de flotar en aguas claras me encuentre sumido en inmensas cloacas.
¿Y si
la presión es demasiado fuerte? Quizás no pueda nadar ni tomar el aire
suficiente para llegar a la orilla. ¿Qué orilla? Dudo que llegue al mar o a un
lago azul.
Más
bien imagino un caldo flotante que circula en círculos por una especie de
ciudad infinita.
Gira y
se revuelve una y otra vez, a veces con violencia y otras simplemente bordeando
con suavidad los hierros oxidados del borde.
Pero es
solo fantasía, la realidad es que estoy sentado frente a mi computadora de
elegante aluminio tomando un café delicioso con crema.
Eso sí,
amargo.