Entre el aprecio y el desprecio, en medio
de una soledad cargada de presencias, percibía su escueta mirada sobre el
rostro empañado del olvido.
Cargaba su identidad con el magma de
orígenes oscuros, aún cuando por herencia y linaje no era más paria que un
duque o un príncipe renacentista.
Lo cierto es que se atribuía los dones de
un santo mientras regenteaba el prostíbulo de vírgenes sarracenas en el álgido
cruce entre los dos caminos que llevaban a la costa.
No había nacido bribón sino que se hizo a
fuerza de yerros en medio de una andanada desesperada de intentos vanos por
reforzar lo único que parecía concernirle y que no era otra cosa que el logro
de sus objetivos, para los cuales tenía mandíbula de mastín y una insistencia
pertinaz.
Cojeaba debido a un balazo que se había
ganado durante una incursión a la zona púrpura del barrio, dominada por cholgas
y surubíes, abadejos y conchas, pulpos y crustáceos de todos los colores.
CARLOS CARREGÓN, 1955, “VIENTOS DE
OFRENDAS” (Ed. Maximiliano Torres Losada Argüello & Sotelo)