Recién llegada de Japón, Zulema se dedicó
a revisar sus experiencias recientes.
Había mentido y en algún lugar de su
mente sabía que no le habían creído, entonces ¿Porqué la habían dejado libre?
Su mente era un tren bala disparado sin
frenos, pasaba de un recuerdo a otro buscando el error, la contradicción o
cualquier indicio de inconsistencia en su discurso. No lo encontraba. Una y
otra vez pasaba por las mismas estaciones como si viajara en círculo buscando
algo que o no existía o se había evaporado volviéndose elusivo e inasible.
Había llegado a Tokio con el objetivo de
recuperar el collar Zíngaro que le había sido robado a una de las mercaderes
más ricas de Bogotá: doña Susoza.
Su trabajo era complejo, debía tomar
misiones que nadie quería para gente que a la que todos temían, ir a lugares
peligrosos y meterse con lo peor de la escoria humana.
Haberse operado había ayudado a su
proceso de seguir libre, intacta e inalcanzada.
Su último bisturí fue traumático pero
necesario. Cambiarse de sexo fue la única forma en que de seguro desaparecería
del radar de los cazadores de recuperadores –tal era su oficio- y estaba ya en
la mira de unos cuantos a quienes les habían prometido sumas desquiciadas de
sietes ceros.
Guardó su pene en un cofre como recuerdo
y lo depositó en una caja de seguridad de un banco si más motivo aparente que
el de tener una constancia propia de su identidad de nacimiento.
No es que le importara tanto tampoco, más
bien era una confesión a sí mismo de su rol en el mundo y que de alguna manera
se constituía en su confesión de fe. Pertenecía a una antigua organización con
dejos de secta mística y en ella se valoraba únicamente el cumplimiento de las
misiones asignadas. La ahora Zulema había nacido en la pobreza más absoluta y
fue abandonado por sus padres en una cloaca. Los misioneros de la orden lo
encontraron y lo llevaron a los refugios en donde, con total y única dedicación
se dedicaban a entrenarse.
Consistía la preparación en diversas
técnicas divididas por rubros muy específicos. El arte de la transformación, la
capacidad de rediseño personal, las técnicas de combate cuerpo a cuerpo y la
curación de las heridas pero en especial había un apartado al que se accedía
solo después de una intensa preparación y un juramento de lealtad absoluta.
Se trataba de la ciencia oculta de la
química metafísica de generación líquida. Podían, una vez listos, convertir su
sangre en veneno, su transpiración en remedios o en pócimas mortales. Derretir
acero con lágrimas, usar sus cabellos endurecidos con saliva para formar agujas
que penetraban un cuerpo de lado a lado en un microsegundo y usar sus pestañas
como rastrillos que abrían la piel y le inyectaban espantosos microbios
asesinos. Con la cera de sus oídos formaban ungüentos curativos para ellos
mismos y con la orina podían hacer más de veinte líquidos distintos para usos
diversos como sueros de la verdad, ácidos corrosivos, analgésicos y sedantes y
aún anestesias poderosas. Si era necesario se arrancaban un dedo para usar el
hueso como regenerador celular para lo cual lo masticaban de una manera
especial mezclándolo con otras partes de su cuerpo. Con el tiempo lograban
regenerar sus propios miembros como los gekos. Podían rallar sus uñas rociarlas
con aliento y grasa de la piel y hacer un polvo que incluso regeneraba la piel
para rejuvenecerla.
La transpiración era fundamental en las
pócimas y por eso evitaban desodorantes y cremas. Según de que parte provenía
podía hacer reactivos que actuaban como psicotizantes, inductores de paranoia y
sensibilizantes afectivos que les servían para manipular a sus enemigos.
Sin embargo llevaba muchos años llegar a
la maestría. En los grados superiores se aprendía un arte oculto y maravilloso:
la transmutación de la materia para hilar sus vidas pasadas al presente. Con
ello lograban tener toda la fortaleza acumulada en las experiencias vividas
anteriormente. Por supuesto que la mayoría ya había sido parte de la
Organización y así rápidamente se convertían en potencias peligrosas. Al morir
sabían que nacerían huérfanos, abandonados y maltratados, era parte del
entrenamiento en la formación de entes con capacidades desarrolladas al máximo.
Podían tolerar dosis de sufrimiento que mataría a la mayoría de los humanos. No
eran masoquistas ni tontos, conocían el poder de sus adversarios.
Zulema contó hasta quince, cerró los ojos
y se clavó un dardo venenoso en el centro de la palma de su mano. Sangró. Al
instante tuvo una visión. Ella misma sentada en la misma posición pero
superpuesta a sí misma dos semanas atrás en un departamento del centro de
Tokio. Se levantó dejando su cuerpo más denso y con su cuerpo casi etéreo
caminó por el cuarto en busca de evidencias. Inspeccionó cada rincón pero no
lograba hallar nada, ninguna prueba de error, todo estaba tan en orden que
incluso eso era sospechoso. Tocaron la puerta. Zulema del pasado levantó la
vista, cogió su arma automática, apuntó y preguntó quien era. Del otro lado
escuchó la voz de una niña pequeña que pedía limosna.
Era la clave.
Se levantó y abrió la puerta. Ingresaron
la niña con dos hombres fornidos pero asquerosamente obesos. Apenas lograron
ingresar de a uno. Uno tenía bigotes teñidos de rosa y el otro no tenía cejas.
Sus cachetes eran inmensas lunas infladas y rosáceas y el escaso pelo que
llevaban los hacía parecer salidos de quimioterapia.
La niña se tiró al piso a jugar con una
muñeca de hule negra. Cantaba una canción en una lengua que no era nipona sino
más bien parecía árabe o hebreo. Uno de los hombres le dio a Zulema un sobre.
Ella dejó el arma y los invitó a sentarse. Lo abrió y dentro había una foto de
la niña que se hallaba allí en el piso jugando con un cartel escrito en
cirílico y sobreimpreso con láser verde como los billetes con marca de agua.
Decía: Es la hija de Dios.
Zulema etérica observaba todo en silencio.
Sabía que los Gordos podían notar presencias sobrepuestas y se quedó quieta
como una escultura de mármol. Cambió sus formas inmateriales para parecer una
planta como la que había en el cuarto. Los Gordos sin embargo estaban
intranquilos. Olían con sus pequeñas y desagradables narices porcinas el aire
en busca de algo que aún no sabían que era. Las Zulemas estaban nerviosas, más
que de costumbre. No era habitual que vinieran los Subángeles en persona a
traer misiones. La niña no hacía más que jugar, cantar y hacer levitar a su
muñeca que se retorcía como si le desgarraran los miembros.
De pronto un estallido tomó a todos por
sorpresa y los vidrios volaron por el aire. Una bomba arquetípica del tamaño de
una sandía había sido arrojada desde el aire, probablemente desde un
helidron. Uno de los Gordos se levantó
con una extraña agilidad felina y se arrojó sobre el objeto con su panza
inmensa. El estruendo fue gigante y los sesos y las tripas del hombre volaron
como confeti hasta el techo. La niña le sonrío al otro que estaba impávido como
una roca. Zulema dio vuelta el papel leyó con atención. Las instrucciones para
devolver a la niña a su padre eran claras y tajantes. La quería muerta. Eso no
era del todo anormal dadas las circunstancias. En el mundo en que ella se movía
lo habitual era lo inesperado y lo lógico lo absurdo a los ojos de las personas
comunes. Niños mega millonarios que querían los cadáveres de sus padres
embalsamados, jugadores de fútbol que habían sido inyectados con
clorometahidroxicarbono que querían borrar las pistas de su cuerpo para la cual
se sometían baños de fluorescencia en sórdidas casas abandonadas. Mujeres
poderosas del mundo de la moda que necesitaban ocultar sus perversiones y así
toda una amplia gama de pedidos innombrables que la Organización cubría siempre
que el cliente pagase lo necesario.
Lo verdaderamente raro de aquella misión
era que no se trataba de una metáfora ni un juego de escondidas. Se trataba de
la hija de Dios. Y el mismo Dios había pedido su muerte.
Esto ponía a la Organización en una
encrucijada ética, un dilema moral y práctico a la vez. Estaba claro que no
podían desobedecer a Dios pero también había reglas, las cuales había creado el
mismo Dios y que impedía asesinar niños.
Zulema superpuesta tomó coraje y se
fusionó con su cuerpo del pasado para vivir sus emociones en tiempo real y notó
la fuerte antipatía que le producía el gordo sobreviviente y la compasión que
le despertaba la niña-Dios.
Impedida de luchar contra sí misma y
sabiendo que estaba catorce días por detrás de su conciencia se quedó impávida
observando lo que ya había vivido y ahora reelaboraba con nueva mirada.
Con una lentitud y gracia felinas, la
niña se levantó y con su dedo pequeño desgarró el ojo izquierdo del Gordo que
cayó al piso gritando. La niña abrió la boca y sus dientes eran gigantescos y
afilados del tamaño de una leona y comenzó a desgarrar la carne hasta que solo
quedaron jirones indefinidos ensangrentados y mutilados. Luego de eso volvió a
sentarse con las piernas cruzadas y miró con ternura a ambas Zulemas.
Era claro que podía verlo todo, sentirlo
todo y abarcar lo que quisiera. Pero no quería. La niña-Dios no quería nada,
existía sin pretender siquiera ser reconocida como tal. Su Padre el Altísimo la
había condenado y siendo Todopoderoso no había tenido las agallas de matarla.
Lo cual la ponía más triste aún. Ser
asesinada en un filicidio divino tenía al menos el encanto poético que seguro
quedaría registrado en algún libro pero en cambio la llamó “Monstruo” y la echó
a la tierra para que se arregle.
Ella se supo defender bien. Consumía
carne humana, no sentía frío, ni calor, ni comezón y se debía ir al baño sus
fluidos ácidos quemaban hasta el metal. Las hijas que nacía de la cruza
inesperada entre un dios y una humana solían tener rasgos de ambas partes. La
humana en cuyo vientre se formó se llamaba Gregoria y era originaria de los
Montes Urales. De una belleza indescriptible había logrado seducir al Creador
que bajó con el disfraz de un hombre, un extranjero de ojos rasgados, alto y
orgulloso: un príncipe del Japón milenario. Eso había sucedido hacía más de
quinientos años y aún el tema no se podía resolver.
La madre al recibir la carga energética
del Creador llegó a vivir el triple que sus congéneres y lo odió profundamente
por ello. Vio morir a sus maridos, a sus hijos, amigos y amantes y ella no
podía siquiera enfermarse. Había intentado suicidarse pero no le resultó de
ninguna forma. Crió a su hija con dedicación y le dejó una meta secreta grabada
en su mente: venganza.
En honor a su madre a la niña la había
llamado Grigga, que en el dialecto de esta gente significaba “la que ata el
limón”.
Grigga no crecía, mantenía su estatura y
forma de niña de ocho años y su rostro dulce. Salvo aquellos que la habían
visto mutar en una criatura sedienta de
sangre y salvaje, todos parecía disolverse frente a su presencia y eso lo había
heredado de su madre. De su padre heredó la inmortalidad, el poco afecto por
los humanos y una energía que cuando se desplegaba, era como el rugir de mil
leones.
Zulema la miró con cariño pero con
cuidado. Sabía las consecuencias de perderse en la ilusión de que era una niña
simple y querible. Tenía entre las manos una bomba de tiempo que podía destruir
incluso el mundo.
Decidió salir del estado superpuesto y
dejó atrás la escena ya doblemente vivida para volver, catorce días más
adelante a revisar todo con frialdad.
Como transportada por un túnel, volvió a
su cuarto y allí se encontraba sentada en la misma posición y frente a ella,
Grigga.
Su misión de recuperar el collar había
sido un engaño, lo cual no la molestaba en absoluto, casi siempre era así. Doña
Suzosa no existía ni nadie en Bogotá esperaba nada de ella. Lo verdaderamente
importante había sido evitar la muerte de la niña-Dios y esto no lo había
decidido la Organización, ni sus enemigos, ni la Orden de los Subángeles ni el
mismísimo Dios. Era su obra. Zulema había hecho lo inesperado y usando las
antiguas reglas escritas antes de los tiempos había decidido adoptar a la pequeña.
Ahora ambas eran parias. Las buscaba la
legión del cielo y la del infierno, los cazadores, los fanáticos, las huestes
del orden y del caos.
Zulema, que había sido hombre, recuperó a
su hija. Su rostro y su fisonomía se correspondían con el señor japonés cuyo
cuerpo había aprovechado Su Divinidad.
En parte, y aunque fuera de la forma más
humana, es hija era suya.
YASMINE CUELLO, 2013 “DESDE LAS FRONTERAS
DEL AYER” (Ed. Paxa)