Desarrollaba su actividad disfrazado. Se
movía entre las sombras. Calculaba sus pasos. Sabía hacerse invisible.
Planificaba. Disponía de recursos y administraba sus energías con justeza. Era
hábil, sagaz, seguro, confiado, ágil, sereno, inmutable, silencioso, poseía una
memoria prodigiosa y jugaba sus piezas como una ajedrecista maestro. Sabía
manejar las fuerzas de la naturaleza en todas sus formas, desde la magia negra
a la blanca. Conocía hechizos, portales invisibles, túneles secretos. Sabía
relacionarse con las fuerzas elementales y dominaba en alguna medida al fuego y
al agua, al viento y a la tierra. Era bueno invocando truenos y podía captar la
energía de los relámpagos. Había hecho llover y granizar. Podía mover las masas
de aire para hacer caer lluvia o nieve.
Su relación con la temporalidad era tan
estrecha que viajaba en el tiempo, a futuros remotos y a pasados perdidos. Supo
así, ser un arqueólogo del futuro y trajo para su mundo la memora de tiempos
por venir. Viajaba casi siempre a pie, no gustaba de las máquinas y desconfiaba
de la capacidad de los metales para resistir las embestidas solares y como
poseía cierto grado de paranoia sincrética y práctica deseaba no depender de
los combustibles para volver a su hogar.
Hablaba los idiomas que fuesen necesarios
para su tarea y aprendía con rapidez incluso lenguas inhumanas. Siglos
comunicándose con los seres del crepúsculo le habían dado la noción de un
lenguaje imbricado en el proceso de la expresión: tan importante era lo que se
verbalizaba como los gestos y movimientos efectuados durante el acto de la
expresión. Así aprendió a dibujar muecas y posicionar su cuerpo con formas
extrañísimas e incómodas con el solo propósito de fortalecer el vínculo con su
contraparte y así ingresar en las zona en donde las criaturas primigenias se
entendían unas a otras. Hablaba con los hombres, con los dioses y con las
creaciones sin forma. La luz, el frío o los campos de plasma eran como notas de
un gran instrumento que esperaba ser tocado y él lo hacía.
Se consideraba un músico frustrado.
Hubiese querido componer himnos de belleza extraordinaria y cantos que
conmovieran a humanos y ángeles, pero no poseía ese don. Podía apenas disfrutar
de las creaciones de quienes fueron inundados con esos dones bajo la gracia de
alguna combinación en el inmenso telar de las mutaciones.
Había sido, mucho tiempo atrás, pastor de
ovejas en las serranas zonas de los montes Urales. Eso fue antes de ser
inmortal.
Durante uno de sus paseos seguido por su
fiel ovejero al que nombraba Caya-Magú, se encontró con un peregrino que venía
de la Meca rumbo al norte, hacia zonas vikingas. Un hombre viejo que se
trasladaba sobre una mula y cargaba alforjas de color escarlata y verde claro.
Se saludaron con la cordialidad que
indicaba el protocolo y él, un hombre simple lo invitó a cenar a su casa. Allí
estaban su mujer Annakaida y sus tres hijos: Bontio, Karlu y Goyla. Se sirvió
cerdo asado con manzanas y se bebió una bebida destilada, un alcohol simple y
gustoso y luego de oír los relatos del anciano, todos fueron a dormir. A la
mañana siguiente, el viejo había desaparecido y él encontró a su familia
muerta. Cada uno tenía un puñal clavado en el pecho. No había sangre y sus
rostros se mostraban serenos y en paz.
Enloqueció. Corrió gritando y se arrojó
sobre el prado en medio de lágrimas y golpes a la tierra con una furia y un
pesar indescriptibles. Luego de varias horas de reclamar justicia al aire con
los ojos rojos de sangre y pena, frente a su rostro, a unos metros y brillante
como un cometa se le apareció un ángel o eso fue lo que creyó ver.
Dijo llamarse Isaú y le concedió un
deseo. Suplicó entonces el hombre por la
vida de su familia. El ser luminoso,
alado y bello lo miró con la compasión que solo tienen los ángeles y le
preguntó a quien de ellos quería resucitar. No supo que responder, tembló de
miedo, se mordió los labios hasta sangrar, caminaba sin rumbo tomándose la
cabeza con sus manos rústicas.
De pronto escuchó el ladrido de su perro,
giró la cabeza en búsqueda de su fiel can cuando lo vio convertido en una lobo
gigante, negro de pelo endurecido en el lomo con los ojos anaranjados como el
fuego. Salivaba con profusión y sus colmillos amenazaban como espadas mientras
se acercaba a paso lento pero firme.
Cuando giró el ángel continuaba allí
paciente e imperturbable.
Quedó así atrapado entre lo que creyó era
un demonio y lo que supuso era un ser enviado por Dios. El perro aulló con tal
fuerza que el aire parecía haberse puesto en movimiento como un espectro
viviente, gris y punzante que hería la piel y arrojaba un ácido de éter en los
ojos. El hombre quedó ciego por un instante y cayó al piso con la frene mirando
sin poder ver, el cielo. Mientras yacía en medio de la estepa, entró en trance.
Su cuerpo se le desdibujó y pudo percibir su entorno como un océano de energía.
Vio al perro y vio al ángel y ambos conformaban un único círculo de fuego azul,
unidos en una danza, girando a su alrededor como en órbita.
Sintió que su lengua era de goma blanda,
sus dientes se derretían y su frente se cocinaba al sol hasta proyectar un
calor tan intenso que el pasto a su alrededor se secó al instante. Sintió la
fuerza de mil caballos y se paró encendido, rodeado por un magma azul
intangible y poderoso.
El perro se arrojó a su pies cual
cachorro y el ángel se quitó su máscara divina y reveló ser un enviado del
infierno de los submundos, el más abyecto de los engañadores, la mentira hecha
posible por el engaño de los sentidos y el temor a la muerte.
Vio a su perro y su simpleza le hizo
entender que si existía un Dios, había sido el que se hizo un humilde perro y
mostró sus dientes para desenmascarar al ángel impostor.
Cuando todo pasó, muchas horas mas tarde,
se levantó y volvió a su cabaña, tomó los cuerpos fallecidos uno por uno y los
dispuso sobre una pira encendida con leños. Se incineraron al sol y sus almas
crujieron hasta desprenderse y volar al destino de los que ya no habitan la
tierra.
Cientos de años más tarde continúa su
búsqueda a través del mundo y sus senderos para encontrar a aquel viejo que le
diera en un mismo instante la inmortalidad y la pena infinita.
GREGORIO DE LINA, 2003 “CUENTOS ENTRE
ABEDULES” (Ed. Lorraine et Güldom)