Era de hierro. Burbujeaba como sal.
Estalló en mi rostro escupiendo sus minerales ácidos y me hizo ciego.
No puedo saber de donde viene a mí esa
añoranza por las tierras polacas. Castillos, montañas, nieve y vodka; mujeres
rubicundas y rubísimas junto a los trineos y criaturas perversas que anidan en
la imaginación de un pueblo tan extraño como sólido.
Hay una similitud rara entre mi pueblo
natal y estas tierras pobladas por los nietos de los vampiros.
Dicen que cuando se trasladaron las
principales familias de la Cofradía de la Sangre a tierras cercanas a Varsovia,
las aves, osos, ardillas y liebres se fugaron como si huyeran de un tornado. En
cambio las buenas personas los recibieron con guirnaldas y deseos de
prosperidad. Pobres almas. Una a una cada persona que confió en los extraños
fue sometida a un baño de sangre y convertidos en monstruos horrorosos que como
sombras de su pasado deambulaban entre la vida y la podredumbre buscando una
redención que no llegaría nunca.
Los clanes que conformaban las familias
de la realeza de la noche, podían diferir en muchas cosas pero jamás y bajo
ninguna circunstancia cuestionaban la autoridad del anciano que presidía la
Orden. No era respeto ni muchísimo menos cariño, se trataba de sentido común:
se sabían poderosos pero también vulnerables y como todo pueblo sometido a las
persecuciones habían consensuado algunas reglas básicas que superaran los odios
y antipatías que se tenían. La principal y causal de expulsión y aniquilación
era la reverencia y sumisión al anciano. Con ello lograban una unidad difícil
de conseguir entre predadores y asesinos.
Urunetum era el elegido y había sido
consagrado entre todos en el ritual más oscuro y siniestro que se hubiera
cometido vez alguna.
Dispusieron de una víctima y la elegida fue
una niña de ocho años, hija de alguna campesina, de grandes y soñadores ojos
azules y trenzas armadas con amor de madre y orgullo de mujer. Descuartizada y
muerta en una higuera a la hora del diablo sus restos fueron devorados por las
ratas y los insectos. La madre fue iniciada en los oscuros rituales de la
conversión de humano en habitante de la noche y ese fue el precio acordado.
Para los incautos e inexpertos es útil aclarar que lo terrorífico de aquello no
residía en lo cruel y asqueroso de aquellas prácticas sino en la serena
aceptación de la madre y allí residía su poder.
El caso es que miles de niños fueron
sacrificados con la anuencia de sus propios progenitores contra la promesa de
siglos de eternidad entre las telarañas de la noche.
Los calabozos que abundaban en la ciudad
se hallaban colapsados y los presos estaban hacinados, enfermos y olvidados
pudriéndose entre las paredes enmohecidas y el hierro carcomido por el óxido.
Cada tanto desaparecían algunos de los reclusos y nadie se preocupaba en lo más
mínimo. Una y otra vez entraban nuevos reclusos listos para convertirse tarde o
temprano en alimentos de las hienas voladoras que llamaban vampiros.
El gran anciano Urunetum se había
consagrado a una tarea particular que consistía en asegurar la continuidad de
su linaje. Y entre esos muros había alimento suficiente para una generación y
dos más.
Calcificaba los nervios de sus víctimas y
bebía sus líquidos hasta saciarse sin siquiera descansar entre los siete u ocho
niños que le traían sus súbditos a modo de ofrenda.
Era antiquísimo, viejo como la oscuridad,
diestro en el arte de la inmortalidad de los cuerpos y poseía una mente
siniestra aunque no desprovista de una exquisita sensibilidad. Amaba la buena
música, coleccionaba pinturas, sabía tocar el violín y diseñaba sus atuendos.
Había nacido en una región entre las tierras de Mongolia y Pakistán cuando aún
no se llamaban así y su origen fue humilde y doloroso. Le llevó centurias
transformarse en un noble señor y adquirir los refinamientos que suponen su
clase. Vendido como esclavo junto a su hermano menor, fue adquirido por un
comerciante de la nueva Caldea y sometido a los vejámenes clásicos de los
depravados comerciantes de la Mesopotamia. Frente a cada humillación apretaba
los dientes y guardaba sus lágrimas con secretas ansias de venganza.
Era un adolescente y vivía en las cabañas
que para los desafortunados se habían construido en los muros adyacentes del
castillo cuando a su puerta tocó un hombre de aspecto extraño. El rostro
cubierto con una gruesa capa de tela pesada, apenas asomaba su nariz aguileña y
le era imposible ver sus ojos aunque notó que refulgían como candelas
vibrantes. El desconocido se presentó como un viajero, un rey mago, un
representante de un antiguo templo en el que –según dijo- adoraban a Astarté.
El joven no entendía palabra alguna pero vio en aquel desconocido una
oportunidad y decidió aprovecharla. Lo hizo pasar y le convidó con un agua con
gotas de lima y jengibre. El hombre se sentó y de pronto se apagaron las velas del
lugar. Con mayor intensidad sus ojos parecían carbones amarillos y hasta
parecían alumbrar y proyectar un reflejo sobre los vidrios de lugar.
Sacó una piedra con un grabado en tinta
carmesí, una pluma negra y un pañuelo de seda demasiado fino para el aspecto de
aquel viajero. El joven comprendió el significado de aquello sin mediar
palabra. Se sabía en aquella región de que existían los hombres del crepúsculo
que tramaban pactos secretos con fuerzas misteriosas y sin duda éste era uno de
ellos. Con los ojos vendados por su propia voluntad y luego de garabatear unas
líneas sobre la blanda arcilla con la pluma de buitre, dejó que el viejo le
clavara los colmillos en las venas del cuello.
Vio luz, brillante como el cielo
iluminado y sintió la pulsión de mil espasmos recorrer su cuerpo. Pudo sentir
sus uñas y su vello, los músculos y los tejidos de su cuerpo como una serie
infinita de campanadas vibrando en el éter. Un estertor en la columna que
sintió como si se partiera en mil partes y se volviera a soldar en el acto con
tanto dolor que le pareció hermoso y placentero.
Cuando abrió los ojos la cabaña se
hallaba abandonada y sobre la mesa había quedado la firma del pacto y una
chorreadura de sangre en parte ya seca.
Ese fue el comienzo de una cadena que se
pierde en las profundidades de las eras y en el olvido de los hombres. El
universo de los muertos vivientes, las almas carcomidas por la carroña de
plasma de los planos invisibles, los buitres del néctar divino tragando y
devorando el tiempo en un incesante devenir de vidas y muertes, en la búsqueda
una promesa de felicidad que nunca llega.
Eclipsados en su propio poder, viven y se
inclinan ante la pasión y el canto de las urgencias de la materia para
satisfacer su vacío, el nido del horror.
CHARLES VALLESE-DUBOIS, 1986 “EL NIDO DEL
HORROR” (Ed. Strianese & Vighton LTD.)