Acerca de la alegría.
Emoción esquiva. Omnipresente en el discurso de todos y casi nula en la práctica y en el vivir cotidianos. La alegría es pariente del amor, otra figurita difícil en la colección de la vivencias.
La ofuscación, el enojo, la sensación de vivir entrampado, el malestar por los éxitos de algunos y la indignación con los logros de otros, la burla cruel, la crítica, el amordazamiento de las emociones primarias, el miedo, la inmadurez y cada rasgo adictivo nos condenan a una forma de aislamiento, que es la antesala de la tristeza.
La soledad implícita en esto no es más que la puntada final del destino antes de la caída, una suerte de paredón de fusilamiento a la espera del pelotón y una orden de “fuego”.
Cada claudicación, cada desencuentro y toda malversación de los ideales constituyen una sombra lista para adueñarse de una porción de nuestra conducta y arrojarnos al vacío. Son mares profundos llenos de terrores. La oscuridad, el silencio y la falta de aire simbolizan en forma arquetípica y muy real las etapas de esos demonios que se nutren de nuestra vitalidad aferrándose a nuestro sistema de pensamiento y nuestro sentir.
El ciclo de una serpiente incrustada en los huesos que se renueva con cada estación buscando su supervivencia. La forma supurando la esencia, El lugar suplantado por un mapa que deja lugar un esquema mal dibujado y peor recordado y que finalmente se transforma en su opuesto: la sensación enfermiza de sentirse perdido.
Y así vamos, sin ninguna idea acerca de prácticamente nada y con el ánimo deshecho por la constitución de fantasmas nacidos de la agonía a la que nos sometemos con cada caída.
Fácilmente somos así dominables, predecibles, poco convincentes y probablemente hasta torpes en cada acción y en cada plan.
La pesadez en los ojos y en la frente, el estómago revuelto, las manos tiesas y el cuello adolorido se concentran en nuestra memoria como recuerdos psicofísicos que condicionan nuestras capacidad de autopercepción. Somos sometidos a una máquina de la imitación, la parodia de la alegría. Tal nivel de locura (porque es eso: locura) solo sirve a propósitos funestos cuyos alcances no llegamos a comprender, pero que se elevan por encima de nosotros hasta alcanzar dimensiones cósmicas.
Tal vez por eso es que Beethoven nos legó su himno, a sabiendas de nuestra dificultad para hallarla de manera natural. Hay en las religiones y en los sistemas un ocultamiento artero del valor de la alegría y suele incluso ser mirada en menos incluso por dogmas y esquemas filosóficos. Y esto no es casual, es parte de un plan. No se trata aquí de conspiraciones ni de seres malísimos y mucho menos de elementos de poder disputando el mundo; se trata lisa y llanamente del inconsciente colectivo de la humanidad que se ha hecho adicta al sufrimiento. Las fuerzas que impulsan esto responden claro a intereses de orden incomprensible para nosotros, pero a lo que nos interesa y el único fin de este breve escrito es que está instalado y en funcionamiento un programa en la mente humana que atenta contra cualquier indicio y activación de los procesos de la alegría.
Pues la alegría es vacuna, antídoto y pócima curativa. Arremete contra toda forma de angustia, de dolor, de tristeza y de desorientación. La alegría tiene poder. Es el fermento que activa las células, moviliza las neuronas, fortalece el ánimo y lleva su premio implícito a través de la polarización en la salud, el amor, la abundancia y la creatividad.
Es posible que la alegría tenga su origen el alguna forma de la consciencia a diferencia del placer que exige el desprendimiento de cierta dosis de energía, la alegría nos retroalimenta y se incorpora como un nutriente poderoso.
Por ello es que toda nuestra cultura requiere para su funcionamiento consumista y ciego, de su ausencia.
El estado de bienestar interno, llamada normalmente felicidad, es justamente el portal hacia donde conduce la alegría. Una vez atravesado ya no es posible ser esclavizado a objetos, ideas o personas. Por ello es que a esta altura de los tiempos se han vuelto incompatibles y el sistema la combate. Y lo hace de una forma muy particular: la predica, la muestra en forma casi obscena, la asocia a cuanta fantasía se nos ocurra y, finalmente, la hace inaccesible. Como un grano estéril, la transgenia de la alegría consiste en sus sustitutos, remedos de emociones y estados más vinculados a la euforia, la multiplicación de las sensaciones, el goce permanente y angustioso de los objetos y su acción sobre nuestra imagen y todo lo que acarrea el vaciamiento progresivo de la identidad.
La falta de amor, de solidaridad, la instigación permanente al odio y la sospecha, la traición a los propios deseos e ideales, la negación de la propia presencia a favor de máscaras que nos compelen a actuar de algo que en verdad no somos, son parte de una fuerza ciega que ya está corriendo como un programa de computadoras por toda la raza humana. Para paliar la sensación tan temida del vacío y la soledad se nos prometen nuevas maravillas en todos los órdenes: tecnología, sexo, viajes o todo junto y finalmente se constituyen en un vórtice ciego por el que nuestras mejores energías se dilapidan, se pierden o se transforman en resentimientos.
Somos una especie rara, buscamos afanosamente y con locura toda clase de estímulos que nos alejen cada vez más de nuestras zonas más vitales, cálidas, confiadas y amables. Nos sumergimos en océanos tan inmensos con tanto para comprar y vender, para usar y mostrar, que cometemos actos de antropofagia psíquica con nuestro propio yo.
Hay un elemento de autopercepción que es inmune a la manipulación, sea ésta mediática, psicológica o física y es que si me alcanzo a ver no puedo a su vez estar proyectado en los demás ni en una corriente de pensamiento y mucho menos en emociones destructivas. Cuando estoy conmigo, soy.
En este campo es que la alegría cumple una función de orden no solo anímica sino regulatoria de funciones biológicas. Sin su impulso nuestro entorno se hace grisáceo y nuestras defensas permeables. La ira, el desagrado permanente, la sensación de fracaso junto a una baja autoestima real (incluso en narcisistas adictos a selfies), el estado de permanente confusión en indefinición, la búsqueda de la aprobación ajena y el silencio ante el grito interior que pide un espacio de expresión son solo manifestaciones más o menos potentes del sometimiento a la molienda de la vida, específicamente del estado de las cosas propuesto e impuesto por el sistema. Recordemos que para subsistir, el mundo requiere de una clase de incentivo para el recambio de los bienes que produce. Hoy día posibilidad de adquirir muebles por ejemplo es tan única y rara que hace las personas puedan cambiar su mobiliario y toda la decoración cuantas veces al año quiera, lo cual en definitiva se traslada al único factor variable y que es cuantas veces puede. Y poder es, hoy más que nunca en la historia, el dinero. Pero el problema con el dinero es que hay que ganarlo ya sea por medio del trabajo, la administración de algún bien o incluso aquellos que puedan poseer una fortuna, deben cuidarlo y evitar perderlo. Pero por otro lado cada año la cantidad de cosas, sensaciones, momentos y personas son puestas a la venta para satisfacer toda demanda posible y hasta el más absurdo capricho puede conseguirse de poder pagarlo. Ahora bien, esta presión de desprenderse de lo tan difícilmente conseguido es una pulsión de muerte. Toda entrega –sea ésta voluntaria o no- de energía implica un episodio de índole espasmódica. Porque en el fondo eso es lo que son: espasmos de entrega, el vaciamiento de nuestra escencia. Es en el proceso de ir hacia una meta ilusoria y completar el ciclo de la zanahoria y el burro que nuestras fuerzas menguan con el tiempo produciendo una suerte de descalcificación de los huesos de la felicidad.
No es posible pensarse como un ser feliz y al mismo tiempo estar buscando toda clase de sustitutos en el mundo. Sería fácil, y se ha hecho en demasía, culpar solo a la sociedad de esto, al fin nadie puede explicar muy bien quien vendría a ser entonces quien dictamina, ordena, esconde y ejecuta todo aquello que se plantea como negativo. Es peor. Se trata de un mal humano. Somos seres tallados en las piedras de un universo en movimiento y nos comportamos como si nuestro accionar fuese independiente, sin rendir cuentas, sin agradecimiento por el hecho de respirar, vivir y tener el don de la autoconciencia aunque sea en estado latente.
La alegría no es una droga ni es un placebo, es un estado del alma. Se puede ser alegre con o sin risa, con más o menos riqueza o incluso sin un estado de salud perfecto. Lo que no se puede es ser alegre si estoy totalmente externalizado, mirando solo hacia fuera, esperando cosas de la gente y la vida, auscultando el futuro en busca de certezas, anclado en recuerdos y nostalgias auto referentes. Se precisa estar en lo que algunos llaman el ahora, otros el aquí y que en este caso vamos a denominar presencia, que proviene por supuesto de estar presente. Estar.
Cuando nos permitimos un instante de alegría, porque –entendámoslo- la alegría depende de uno, tocamos un poco el cielo con las manos. Es incluso contagioso.
Ser alegre puede también identificarse con cierto estado de liviandad, un aroma relajante y estimulante en un campo energético diáfano, como después de la lluvia.
Sentir los latidos del corazón, inspirar profundamente, sonreír, son indicios maravillosos del advenimiento de un estado de alegría.
Alejados de las ideas mortuorias y nefastas, de las noticias truculentas a los que nos hacen adictos, de los excesos innecesarios en comida o bebidas, de las cortinas de humo que nos propone el tabaco, del ruido interno y externo, nos encontraremos en la antesala de la plenitud. Un poco más compactos, con la serenidad de saberse poseedores de la gracia de la libertad y la posibilidad de elegir forma y destino, nos adentraremos hacia los confines del mundo interno.
SANTIAGO MAKARO, 2015 “ALEGRÍA” (Ed. Psique)
Emoción esquiva. Omnipresente en el discurso de todos y casi nula en la práctica y en el vivir cotidianos. La alegría es pariente del amor, otra figurita difícil en la colección de la vivencias.
La ofuscación, el enojo, la sensación de vivir entrampado, el malestar por los éxitos de algunos y la indignación con los logros de otros, la burla cruel, la crítica, el amordazamiento de las emociones primarias, el miedo, la inmadurez y cada rasgo adictivo nos condenan a una forma de aislamiento, que es la antesala de la tristeza.
La soledad implícita en esto no es más que la puntada final del destino antes de la caída, una suerte de paredón de fusilamiento a la espera del pelotón y una orden de “fuego”.
Cada claudicación, cada desencuentro y toda malversación de los ideales constituyen una sombra lista para adueñarse de una porción de nuestra conducta y arrojarnos al vacío. Son mares profundos llenos de terrores. La oscuridad, el silencio y la falta de aire simbolizan en forma arquetípica y muy real las etapas de esos demonios que se nutren de nuestra vitalidad aferrándose a nuestro sistema de pensamiento y nuestro sentir.
El ciclo de una serpiente incrustada en los huesos que se renueva con cada estación buscando su supervivencia. La forma supurando la esencia, El lugar suplantado por un mapa que deja lugar un esquema mal dibujado y peor recordado y que finalmente se transforma en su opuesto: la sensación enfermiza de sentirse perdido.
Y así vamos, sin ninguna idea acerca de prácticamente nada y con el ánimo deshecho por la constitución de fantasmas nacidos de la agonía a la que nos sometemos con cada caída.
Fácilmente somos así dominables, predecibles, poco convincentes y probablemente hasta torpes en cada acción y en cada plan.
La pesadez en los ojos y en la frente, el estómago revuelto, las manos tiesas y el cuello adolorido se concentran en nuestra memoria como recuerdos psicofísicos que condicionan nuestras capacidad de autopercepción. Somos sometidos a una máquina de la imitación, la parodia de la alegría. Tal nivel de locura (porque es eso: locura) solo sirve a propósitos funestos cuyos alcances no llegamos a comprender, pero que se elevan por encima de nosotros hasta alcanzar dimensiones cósmicas.
Tal vez por eso es que Beethoven nos legó su himno, a sabiendas de nuestra dificultad para hallarla de manera natural. Hay en las religiones y en los sistemas un ocultamiento artero del valor de la alegría y suele incluso ser mirada en menos incluso por dogmas y esquemas filosóficos. Y esto no es casual, es parte de un plan. No se trata aquí de conspiraciones ni de seres malísimos y mucho menos de elementos de poder disputando el mundo; se trata lisa y llanamente del inconsciente colectivo de la humanidad que se ha hecho adicta al sufrimiento. Las fuerzas que impulsan esto responden claro a intereses de orden incomprensible para nosotros, pero a lo que nos interesa y el único fin de este breve escrito es que está instalado y en funcionamiento un programa en la mente humana que atenta contra cualquier indicio y activación de los procesos de la alegría.
Pues la alegría es vacuna, antídoto y pócima curativa. Arremete contra toda forma de angustia, de dolor, de tristeza y de desorientación. La alegría tiene poder. Es el fermento que activa las células, moviliza las neuronas, fortalece el ánimo y lleva su premio implícito a través de la polarización en la salud, el amor, la abundancia y la creatividad.
Es posible que la alegría tenga su origen el alguna forma de la consciencia a diferencia del placer que exige el desprendimiento de cierta dosis de energía, la alegría nos retroalimenta y se incorpora como un nutriente poderoso.
Por ello es que toda nuestra cultura requiere para su funcionamiento consumista y ciego, de su ausencia.
El estado de bienestar interno, llamada normalmente felicidad, es justamente el portal hacia donde conduce la alegría. Una vez atravesado ya no es posible ser esclavizado a objetos, ideas o personas. Por ello es que a esta altura de los tiempos se han vuelto incompatibles y el sistema la combate. Y lo hace de una forma muy particular: la predica, la muestra en forma casi obscena, la asocia a cuanta fantasía se nos ocurra y, finalmente, la hace inaccesible. Como un grano estéril, la transgenia de la alegría consiste en sus sustitutos, remedos de emociones y estados más vinculados a la euforia, la multiplicación de las sensaciones, el goce permanente y angustioso de los objetos y su acción sobre nuestra imagen y todo lo que acarrea el vaciamiento progresivo de la identidad.
La falta de amor, de solidaridad, la instigación permanente al odio y la sospecha, la traición a los propios deseos e ideales, la negación de la propia presencia a favor de máscaras que nos compelen a actuar de algo que en verdad no somos, son parte de una fuerza ciega que ya está corriendo como un programa de computadoras por toda la raza humana. Para paliar la sensación tan temida del vacío y la soledad se nos prometen nuevas maravillas en todos los órdenes: tecnología, sexo, viajes o todo junto y finalmente se constituyen en un vórtice ciego por el que nuestras mejores energías se dilapidan, se pierden o se transforman en resentimientos.
Somos una especie rara, buscamos afanosamente y con locura toda clase de estímulos que nos alejen cada vez más de nuestras zonas más vitales, cálidas, confiadas y amables. Nos sumergimos en océanos tan inmensos con tanto para comprar y vender, para usar y mostrar, que cometemos actos de antropofagia psíquica con nuestro propio yo.
Hay un elemento de autopercepción que es inmune a la manipulación, sea ésta mediática, psicológica o física y es que si me alcanzo a ver no puedo a su vez estar proyectado en los demás ni en una corriente de pensamiento y mucho menos en emociones destructivas. Cuando estoy conmigo, soy.
En este campo es que la alegría cumple una función de orden no solo anímica sino regulatoria de funciones biológicas. Sin su impulso nuestro entorno se hace grisáceo y nuestras defensas permeables. La ira, el desagrado permanente, la sensación de fracaso junto a una baja autoestima real (incluso en narcisistas adictos a selfies), el estado de permanente confusión en indefinición, la búsqueda de la aprobación ajena y el silencio ante el grito interior que pide un espacio de expresión son solo manifestaciones más o menos potentes del sometimiento a la molienda de la vida, específicamente del estado de las cosas propuesto e impuesto por el sistema. Recordemos que para subsistir, el mundo requiere de una clase de incentivo para el recambio de los bienes que produce. Hoy día posibilidad de adquirir muebles por ejemplo es tan única y rara que hace las personas puedan cambiar su mobiliario y toda la decoración cuantas veces al año quiera, lo cual en definitiva se traslada al único factor variable y que es cuantas veces puede. Y poder es, hoy más que nunca en la historia, el dinero. Pero el problema con el dinero es que hay que ganarlo ya sea por medio del trabajo, la administración de algún bien o incluso aquellos que puedan poseer una fortuna, deben cuidarlo y evitar perderlo. Pero por otro lado cada año la cantidad de cosas, sensaciones, momentos y personas son puestas a la venta para satisfacer toda demanda posible y hasta el más absurdo capricho puede conseguirse de poder pagarlo. Ahora bien, esta presión de desprenderse de lo tan difícilmente conseguido es una pulsión de muerte. Toda entrega –sea ésta voluntaria o no- de energía implica un episodio de índole espasmódica. Porque en el fondo eso es lo que son: espasmos de entrega, el vaciamiento de nuestra escencia. Es en el proceso de ir hacia una meta ilusoria y completar el ciclo de la zanahoria y el burro que nuestras fuerzas menguan con el tiempo produciendo una suerte de descalcificación de los huesos de la felicidad.
No es posible pensarse como un ser feliz y al mismo tiempo estar buscando toda clase de sustitutos en el mundo. Sería fácil, y se ha hecho en demasía, culpar solo a la sociedad de esto, al fin nadie puede explicar muy bien quien vendría a ser entonces quien dictamina, ordena, esconde y ejecuta todo aquello que se plantea como negativo. Es peor. Se trata de un mal humano. Somos seres tallados en las piedras de un universo en movimiento y nos comportamos como si nuestro accionar fuese independiente, sin rendir cuentas, sin agradecimiento por el hecho de respirar, vivir y tener el don de la autoconciencia aunque sea en estado latente.
La alegría no es una droga ni es un placebo, es un estado del alma. Se puede ser alegre con o sin risa, con más o menos riqueza o incluso sin un estado de salud perfecto. Lo que no se puede es ser alegre si estoy totalmente externalizado, mirando solo hacia fuera, esperando cosas de la gente y la vida, auscultando el futuro en busca de certezas, anclado en recuerdos y nostalgias auto referentes. Se precisa estar en lo que algunos llaman el ahora, otros el aquí y que en este caso vamos a denominar presencia, que proviene por supuesto de estar presente. Estar.
Cuando nos permitimos un instante de alegría, porque –entendámoslo- la alegría depende de uno, tocamos un poco el cielo con las manos. Es incluso contagioso.
Ser alegre puede también identificarse con cierto estado de liviandad, un aroma relajante y estimulante en un campo energético diáfano, como después de la lluvia.
Sentir los latidos del corazón, inspirar profundamente, sonreír, son indicios maravillosos del advenimiento de un estado de alegría.
Alejados de las ideas mortuorias y nefastas, de las noticias truculentas a los que nos hacen adictos, de los excesos innecesarios en comida o bebidas, de las cortinas de humo que nos propone el tabaco, del ruido interno y externo, nos encontraremos en la antesala de la plenitud. Un poco más compactos, con la serenidad de saberse poseedores de la gracia de la libertad y la posibilidad de elegir forma y destino, nos adentraremos hacia los confines del mundo interno.
SANTIAGO MAKARO, 2015 “ALEGRÍA” (Ed. Psique)