La conexión era irreal. El estado de arrobamiento inicial se transformó rápido en ilusión y veladura.
No existía ninguna relación pero él pretendía lo contrario. Quería ver en el vínculo un lazo inmortal, un seguro contra los tiempos y por encima de la muerte.
La carencia era su alimento y por lo tanto sus proyecciones se alimentaban de fantasía. No podía ver ni escuchar a nadie pues vivía encerrado en un sitio de su mente al que había convertido en su búnker contra el dolor. Sin embargo y contra toda su voluntad, no podía impedir los pensamientos foráneos que con insistencia asaltaba su mente. La mitad de ellos provenían de la culpa por no ser quien la otra mitad afirmaba que podía ser. Esta ecuación, en extremo explosiva lo ponía en la situación de considerar oportuno lo inesperado y fastidioso lo previsible con lo que remontaba sus posibilidades de sacar ventaja una proporción igual a cero.
Su ojo izquierdo titilaba con fuerza, los nervios lo acechaban en una continua invasión de su sistema nervioso y no podía remediarlo sin recurrir al Xenadril. Había comenzado a tomar pastillas cuando alguna parte de su mente había ido en busca de soluciones del mundo de los sentidos.
Las impresiones de las imágenes del sexo y los sonidos desgarrando sus oídos se convertían en voces que no podía acallar porque lo involucraban. Su imaginación plástica y moldeable lo convertía en protagonista de cada capítulo de cada escena en todas las historias que leía, escuchaba o incluso imaginaba. A esta altura, su capacidad de juicio había mermado hasta parecer más bien un remedo de pensamiento. Su imaginación se había hecho cargo de un porción significativa de su vida al punto de convertirlo en una marioneta de su propia paranoia.
Temía ser cazado como un animal, buscaba trampas por las calles y oteaba las ventanas para detectar francotiradores. Desconfiaba de animales sueltos, cirujas ocasionales e incluso se había vuelto suspicaz respecto al ejército de salvación o los boy scouts.
Su capacidad de discernir lo real de lo ilusorio se había vuelto una cortina delgada que permitía el ingreso y la salida de toda clase de fantasmas.
Una noche, en pleno estado de miedo agudo, tomó de su antigua biblioteca, un antiguo libro de ocultismo medieval y abrió al azar en una página que explicaba con detalles y gráficos como invocar al Diablo. Con la camisa desabotonada, el pelo transpirado pegado a la frente y en calzoncillos corrió por la casa en busca de los elementos necesarios: tizas, velas, una copa y vino. Trazó un gran círculo y dentro del mismo inscribió una estrella de cinco puntas invertida dentro de la cual escribió unos signos en letras hebreas. En el medio puso la copa repleta del rojo néctar de un excelente cabernet sauvignon y prendió cinco velas en círculo. Se paró en el medio y con un cuchillo se hizo dos grandes tajos, uno en cada palma de sus manos. La sangre cayó sobre el piso dejando una estela espesa carmesí. Gritó con real dolor y luego de que las lágrimas corrieran por sus mejillas se sintió mejor. El ardor era insoportable pero al menos le evitaba escuchar las voces en su cabeza que lo atormentaban. Pronunció el conjuro tal cual estaba redactado y se arrodilló con las venas abiertas y los ojos enrojecidos. El cielo raso del techo voló en pedazos. Un viento arremolinado penetró como una bomba y todo voló en pedazos. Una figura espantosa, mitad macho cabrío, mitad humano, con inmensos cuernos y ojos de mujer, colmillos de vampiro, marcado con hierro en la frente con el signo del Oscuro se apareció en medio de un intenso humo azufrado. Víctor lo miró sin miedo, casi con ojos de enamorado, como quien espera un salvador que finalmente acude y extendió sus brazos sangrantes hacia la criatura. La criatura infernal observaba en silencio mientras todo a su alrededor giraba en círculos. Platos, vasos, ropa y libros, comida, pañuelos y muebles flotaban en el aire conformando un círculo en movimiento que hacía tanto de escudo como de prisión. La criatura extendió su brazo izquierdo y éste se convirtió en una inmensa serpiente negra, luego el derecho y aquel se hizo blando hasta ser una serpiente blanca. Ambas parecían no tener fin y abrazaron al hombre hasta matarlo.

El punto nodal de aquella expedición auto enfocada era sencillamente una marca en la frente. Había nacido así, con la inmensidad del océano grabado en forma de cicatriz rojiza. Mar, profundidades, vida ultraterrena y vestigios del pasado remoto concentrados en la cúspide la observación y muy cerca de la función mínima: sobrevivir.
El correlato a la inicial reacción que se pudiera producir estaba contemplada en el relato superficial y en la periferia de la experiencia humana, era pues, una apuesta de los ángeles.
Muchos años antes, en medio de una gran tormenta se juntaron el Altísimo y el Bajísimo en sagrado concilio. Las reglas de aquel encuentro eran las habituales y se respetaban a pesar de los intentos de ganar posiciones de parte de los operadores de ambos bandos.
En el sitial central, se ubica Dios y cuatro de sus colaboradores más cercanos llamados entre los comunes como Arcángeles.
Enfrentado, en un sillón no menos importante se esperaba la presencia de su Malignidad y cuatro de sus acólitos más audaces, todos ellos reconocidos demonios de intachable actuación como tentadores, instigadores y confabuladores.
El protocolo dictaba que primero hablaría quien oficiara de anfitrión, este caso su máxima Divinidad, el creador de todo.
Esto no era un mero capricho ni la aplicación arbitraria de la cortesía, sino una necesidad muy real que era simple y concretamente el evitar que ambas fuerzas se fagociten mutuamente.
De fondo sonaba una música exquisita hecha por humanos: Bach.

Víctor murió como simple mortal pero la invocación dio su resultado. Inmediatamente su alma fue llevada por un túnel de luz hacia la dimensión invisible. Escoltado por dos criaturas que olían aún peor de lo espantosas que se veían, parecía que se salteaba los pasos naturales de cualquier recién fallecido. Vio una larguísima cola, miles y miles de almas con formas aún medianamente humanas aunque algo transparentes se apiñaban a la espera de ser atendidos frente al portal de un lugar que él supuso el purgatorio. Constantemente veía como nuevas figuras parecían elevarse desde algún imaginario lugar y sumarse a las inmensas e interminables filas. Comprendió que a cada segundo morían innumerables personas y llegaban allí, a la burocracia celestial a esperar su veredicto, cielo, infierno, repetición de curso o en algunos casos la aniquilación final.
No sintió miedo, ni compasión sino que se mantenía observando el proceso como quien asiste de invitado a una fábrica para ver su sistema de producción.
Los demonios que oficiaban de lugartenientes de su ingreso al mundo de los muertos continuaban caminando ignorando todo a su alrededor con la cadencia de quien ya conoce de memoria los trámites y procesos de una oficina. Porque eso era, una gigantesca marea humana yendo a cobrar su sueldo o a ser despedido.
Víctor se sintió importante, pasaba uno a uno a todos los que se contentaban con esperar su turno mientras él se dirigía, sin saber a donde, con una celeridad que no había tenido en la tierra mientras vivía.
Una vez que llegaron a una gran reja negra y que ésta se abrió, el paisaje fue otro. De una medianamente aceptable decoración aérea de nubes, puertas de madera, y un diáfano cielo, pasó a un terreno yermo, sin vida, con rocas muertas que no producían ni sombra. Los ruidos terroríficos que oía lo asustaron por primera vez, eran gritos, chillidos, quejidos y pedidos de clemencia y piedad de hombres, mujeres y niños. Apenas cruzó unos metros el umbral, le colocaron esposas con clavos y una venda con ácido en el rostro. No gritó, no sentía dolor. El metal en cambio le hacía sentir una inmensa pena y el paño en el rostro una angustia inconsolable. Continuó caminando hasta que de pronto se sintió caer. El vértigo de la caída y el viento helado en el rostro lo hacían sentir al borde de la posibilidad de pensar, una antesala a alguna clase de locura. De pronto todo cesó. Le quitaron la venda y estaba en el mismo lugar. Le alcanzaron un espejo. Al comienzo vio todo borroso y no alcanzaba a comprender lo que veía. La imagen se fue haciendo más nítida y finalmente pudo ver su propio ojo verde reflejado. Miró con atención y miró con horror que el resto de su rostro era igual al de los demonios que lo acompañaban. Alejó el espejo y vio su cuerpo, el pecho aún humano velludo terminaba en sus patas de cabra. Los cuernos que parecían nacer de sus sienes eran tan inmensos como su hocico con sus fosas nasales exudando un vapor amarillento. A su flanco, miles de machos cabríos lo acompañaban en ordenadas filas. Intentó hablar y notó que no podía, no había lengua que pudiera articular en su nueva boca animal. Quiso girar la cabeza y recibió un latigazo en su espalda. Intentó mover un brazo y otro certero golpe de látigo le indicó que se quedara quieto. Alrededor de su cuello tenía pesadas cadenas que lo inclinaban hacia delante. Al intentar girar la cabeza sintió una lanza en su mejilla, filosa.
A su alrededor cientos de moscas gravitaban cosquilleando y molestando. Pequeñas sanguijuelas lo picaban y mordían en los pies y su propia baba caía sobre el piso formando charcos llenos de gusanos.
El olor nauseabundo, fétido y espeso le penetraba hasta el centro de su mente y de a poco fue perdiendo sus últimas resistencias. Al rato bufó.

Mientras tanto la reunión de ambas potencias continuaba.
Dios exigía que se cumpliera lo pactado hacía un millón de años y que era la repartición igualitaria de las almas. El Diablo junto a sus asesores se negaba argumentando que aquel trato había sido confeccionado con vicios de origen. Argumentaban que la presión existente en aquel momento sobre el Ángel Caído era tal que no podía haber tomado ninguna decisión en sus cabales. El Altísimo contraatacó explicando que en primer lugar había sido Él quien había puesto las leyes y que era una de sus prerrogativas como Creador de todo. La respuesta fue acusarlo de tirano. Con tal juico, se indicó que en el sistema creado había un espacio para lo que se había dado en llama el libre albedrío, cosa que con esta posición estaba negando lo cual era contradictorio con los mismas leyes que Él había establecido. En términos de concepción doctrinal esto lo hacía autodestructivo y así fue que el Diablo y sus ayudantes de infierno pidieron que a Dios se lo declarara insano.
El silencio en aquel salón con millones de ángeles y demonios de todas las categorías fue tan abrumador como un trueno. Dios se quedó sin argumentos. Los ángeles comenzaron a murmurar.
Los demonios mantuvieron la calma y asentían con la cabeza.
El tribunal eran todos. Cada ser creado y liberado de las cadenas de la vida tenía derecho a voto. Uno a uno se levantaron los brazos y luego de miles de años de conteo se llegó a un escrutinio final. Dios fue hallado inocente de todos los cargos debido a un estado de demencia. Con este resultado, fue desplazado de su cargo y el Diablo tomó el control.
Dios fue internado y medicado. Se le autorizaron visitas cada tres mil años y se comunicó el resultado en todos los rincones del universo.
El mundo continuó como si nada. Existía ya gracias a las gestiones creativas del Altísimo pero se manejaba muy bien por sí mismo y de alguna manera estaban todos más que contentos con tener mayor independencia y autonomía.
Así fue todo y en el registro secreto de los ángeles notariales, se inscribió cada letra de ese momento y fue guardado bajo siete sellos a la espera de otros tiempos en futuros inimaginables en la era de la redención.


JOSEPH SENDINSKY, 1987 “EL DIOS DE LOS DIABLOS” (Ed. Viturno)

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