Tengo una cuestión con las palmeras. Es
algo visceral, tal vez producto de mis antepasados provenientes de tierras más
duras, con inviernos nevados y sin esa particular y sinuosa gracia que irradian
esos árboles.
Es necesario que aclare que no las odio, de
ningún modo, más bien debo decir, y esto es una confesión, que les temo.
Donde hay palmeras hay calor, cotorras,
cucarachas, y lo peor y más horroroso, hay gente que baila. Oigo mientras
escribo el estruendo de tambores en mi mente y pienso en tirarme bajo la cama a
esperar que se acabe ese batir incesante y rítmico, el sudor y las miradas
arrobadas por el flujo del pulso.
En mi barrio hay varias palmeras, siempre
pensé que eran importadas, como algo que no pertenece del todo a esta región, a
este lugar en particular.
¿Quién sabe? A lo mejor es el comienzo de
una invasión, los vástagos de una raza con raíces dispuesta a esperar el
momento por cientos de años hasta el momento final en el que nos asestarán el
golpe mortuorio.
Capa tras capa de verdades subyacentes me
orino encima como un niño cuando pienso en la posibilidad de ser invadidos por
las arrogantes palmeras con sus pelambres empenachados y sus extraños troncos.
Aquí nomás, cerquita, hay una palmera
particularmente belicosa. Impertinente diría. Me mira, y sabe que me intimida y
parece disfrutarlo. Ya verá, un día de estos me levanto y hago lo que todo
hombre debe hacer una vez en la vida, y resolver esto de una vez por todas.
Será ella o yo. Sospecho igual que trama otra cosa, seguramente me quiere
envolver en alguna trama oscura y con sus sagacidad viscosa me tendrá amarrado
a alguna mentira.
Yo sé que si alguien lee podría pensar
que mi salud mental está en franca retirada, pero ¡ingenuos! ¡Eso quieren que
piensen!.
Ellas conspiran, murmullan y mueven sus
hojitas para pasarse señales, todo el tiempo, me quieren ver muerto y a ustedes
también.
Las palmeras son al mundo vegetal lo que
las hienas tiburones son al reino de los animales. Son devoradoras, atroces
calamidades plantadas por los dioses de la devastación. El hambre hecho árbol,
la garra cruel que todo lo tritura como una mandíbula que se elevara al cielo
buscando nuevas víctimas.
Ellas se hablan, eso está claro. Se
conocen y si bien no se quieren –a nadie aman en verdad- lo que se tienen es un
respeto considerable ya que conocen lo peligrosas que pueden ser. Y así emplean
sus artilugios para encadenar las almas de los humanos a su destino tórrido.
Las palmeras no debieran de existir. Son
un error, una abominación. No queda claro si las ha creado Dios para hacernos
sufrir o para gastarle una broma a algún demonio tenebroso con el afán de
torturarlo hasta morir.
Las palmeras se conocen entre ellas, por
eso complotan. Se saben malas y por eso dudan unas de otras y para evitar que
corra la peste del odio entre ellas buscan enemigos comunes. Inmundas criaturas
vegetales, clavan sus raíces entre los huecos de la tierra y la arena y con
gusto comparten con los insectos su lugar de nutrición. Un mundo sin palmeras
sería tan ideal como improbable creo, en verdad me parece que las merecemos.
Somos culpables de tantos pecados que la divinidad nos ha mandado las palmeras
para iniciar el fin.
¿Han visto como se doblan? Ni los
huracanes las vencen, ni los maremotos las logran derribar, las muy condenadas
se retuercen como víboras para luego levantarse como si nada. Se ríen de
nosotros. ¡Escuchen sus carcajadas!. Cada vez que se acerca una desgracia hay
una palmera presente.
Las palmeras incitan al crimen, sonríen a
la violencia y merodean en las almas de los condenados prometiendo paraísos
improbables. Son tan arteras que han logrado ser plantadas por sus víctimas
humanas en cuanta senda y paseo se construya.
Los árboles autóctonos están resignados.
Jacarandás, plátanos e higueras junto al ceibo ya han presentado sus quejas
pero nadie los escucha. Dicen con son conventilleros, poco pragmáticos e
incluso absurdos. Desde el norte al sur las palmeras se han instalado con un
único objetivo: la aniquilación total de la humanidad.
Me acerco a un palmar y pienso que si
fuera más valiente lo enfrentaría con mi machete pero sé que moriría al
instante enredado en las profundidades de la tierra entre sus raíces húmedas y
carcomido por ciempiés y gusanos, lamiéndome vivo hasta la agonía final,
sufriendo mi insolencia hasta incluso después de la muerte cuando el Dios de
las Palmas me arrastre al lodo eterno.
Me despido, corro a esconderme, éstas son
mis últimas crónicas. Sálvense si pueden. Es el fin.
THORWALD JÜRGEN KRAFTLING, 2002 “DE LOS INCORDIOS
DEL IBERÁ” (Ed. Universidad de MÄLLESTRÖM)