Pequeño habitante del reino animal, poco
reconocida y apreciada, apenas nombrada y siempre perseguida por el cruel
humano que ha hecho una actividad lúdica de desintegrarlas con sal.
Húmedas y de una inteligencia más bien sencilla,
lentas y poco agraciadas, las babosas no generan esa inmediata empatía que
logran los perritos o las gacelas. No hay nada en ella que a primera vista se
admire o enamore. Pobrecillas criaturas que reptan a velocidades tan ínfimas
que escasamente recorrerán algunos metros durante toda su existencia. Su
carencia de vértebras promueve una mezcla de disgusto e ira, que molesta e
incita a la violencia en su contra. Si tuviesen grandes ojos o un suave pelaje
serían o bien criadas como mascotas o por último cotizadas para algún fin
práctico. Pero tampoco. No hay gracia en ellas, ni intento de comunicación
aparente y posiblemente eso es lo que más irrita al humano: su desinterés por
nuestra propia existencia. Son en ese sentido el peor espejo del mundo. Ellas
nos ignoran y a cambio nosotros las despreciamos. Esta curiosa relación de
mutua indiferencia y hasta asco es posible que nos remonte desde el fondo de
los miedos del inconsciente a pensar o sentir que Dios nos ve de la misma
manera. Salvo que se trata de una persona religiosa, la idea de un gigantesco
rostro que nos observa día y noche y cuenta en una libreta nuestros pecados
como un almacenero, se convierte en un tópico difícil de soslayar y por lo
tanto nuestra inmensa pequeñez invita a meditar acerca de cuan parecidos somos,
en el fondo, a las babosas.
Ellas poseen una tremenda carga
conceptual, quizás un castigo de la evolución o un intento de independencia
según se quiera ver, pero se trata de algo central que a nosotros como humanos
nos revuelve el estómago y es que no poseen hogar. Su primos más cercanos nos
causan cierto respeto y hasta un lejano cariño. Los caracoles cargan sus casas
a cuestas. Podemos fácilmente comulgar con un ser que es tan trabajador y hábil
que se ha salido de la biológica necesidad de encontrar refugio puesto que se
propia condición (solo equiparado por las tortugas) le ha dado ese lugar en el
mundo de la zoología.
En cambio las babosas se nos antojan
cuanto menos como vagas. Reptan sin rumbo entre los humedales e invaden nuestros
territorios de residencia lo cual consideramos una afrenta insalvable. No
sucede lo mismo con los pájaros puesto que admiramos su capacidad de volar. Lo
mismo que con las relaciones humanas nos atrae su capacidad de retirarse cuando
quieran. Amamos su libertad y envidiamos su escaso interés en nosotros y todo
lo que ello implica. Las babosas al contrario vienen para quedarse ¿A dónde
irían? No pueden moverse rápido como los topos o las langostas, no se las puede
acariciar por su pegajosa textura vital, es imposible amaestrarlas y ni
siquiera emiten sonidos que indiquen que les interesamos.
Al lado de un caracol, las babosas
parecen homeless, pequeñas criaturas
sin destino.
Y sin embargo existen. Mínima expresión
de una necesidad de la naturaleza. Tienen su lugar y sobreviven. Conviven
maravillosamente con la humedad el frío y el calor. Son discretas y se
reproducen bien. Las babosas son parte del futuro del planeta y si nosotros
como humanos comprendiéramos su función metafísica, las veneraríamos como
enviadas del reino del submundo de la tierra y les fabricaríamos un altar,
acaso su primera casa propia.
Wenceslao Turdillo, 2016 “BAJO LA TIERRA”
(Ed. Della Provenza & Cia.)