Distribuidas las cargas y con el ánimo inflamado, Jules dirigió su
canoa hacia la zona de las rompientes. El entorno era maravilloso, espesas
coloraturas y aroma intenso a pinos húmedos. El silbido de la ventisca se
aunaba al del agua en colisión con las piedras a gran velocidad y los tucanes y
loros tornasolados condimentaban el cielo con cantos graciosos. Al costado,
sobre tierra firme, lo observaban casi todas las especies, dividida en claros
sectores de conveniencia mutua: la zona de las serpientes, el área de los
grandes mamíferos, los macacos e incluso a un costado, sin intervenir sobre el
agua se hallaban los caimanes y lagartos. Sobre las copas de los árboles
parecía haberse pintado un salvaje lienzo con lugar para todas las paletas del
mundo. Un estadio abierto, un sambódromo hecho de vida, la inusual convivencia
de las especies mezcladas en devoradoras de carne y recolectoras de polen
ejerciendo una presencia nunca antes vista en la selva o el bosque.
Jules se centró en su cometido. Paleaba con sus remos con cuidado
pero sin miedo, aumentando la velocidad con cada movimiento. La corriente era
en extremo fuerte y debía esquivar una a una las rocas que podían estrellar su
frágil embarcación hecha de mimbre. Había aprendido el arte de las antiguas
razas aborígenes del Perú, en el lago Titicaca y prefirió aquello antes que las
modernas invenciones hechas para la diversión de los hombres. Se sintió
reconfortado con sus decisión cuando ante la primera colisión observó como el
material absorbió el golpe.
De los árboles cuyas ramas atravesaban casi el río entero se
colgaron como espectadores privilegiados las largas y fuertes serpientes
enrolladas y cómodas. Grupos concentrados de colibríes jugaban cerca de la
costa con movimientos cortos y eléctricos y por momentos parecían desaparecer
solo para luego estar todos juntos de nuevo brillando al sol y reflejando luz.
Los únicos que parecían no darse por enterados eran los peces que seguían
decorando el fondo del lecho con colores y movimientos. Al saltar del agua
jugando como desentendido las nutrias, reunidas casi en procesión menearon la
cabeza en señal de desaprobación.
Jules seguía su derrotero esquivando y remando, eludiendo y
girando a toda velocidad. La canoa era roja. Podía ser observada desde
cualquier lado y algunos animales avanzaban de a grupos para no perder de vista
ni un instante lo que sabían era su última oportunidad de supervivencia.
Jules había realizado un pacto. Sería el campeón de los seres
vivos de aquel lugar y realizaría una hazaña que sellara el pacto con sangre,
la suya.
El aire parecía haberse enrarecido y los insectos comúnmente
dormidos a aquellas horas también salieron a observar. Un mar de nuevos sonidos
arrancó la orquesta de la tarde. Grillos y moscas, pequeñas hormigas y hasta
lombrices se atiborraron en los márgenes húmedos de la costa.
Jules continuaba su descenso rumbo hacia la catarata. Una caída de
cientos de metros, una invitación a una muerte perfecta. El velo blanco y
espumoso rugía sin cesar y hacía eco en las laderas, desarmando y recomponiendo
el sonido una y otra vez.
Jules había sido herrero. Vivió una vida de trabajo y simpleza en
medio de las áridas tierras de Arizona. Nadie que lo conociese pudiera
imaginarlo descendiendo un río bravo del Amazonas a gran velocidad a punto de
quebrarse contra cada piedra. Nunca había pisado ni pensado en Sudamérica y jamás había querido irse de sus
granja natal.
La bajada llevaba varias horas, había partes que la corriente se
arremolinaba en una olla y parecía casi imposible salir de aquella atracción
centrífuga y violenta. Incluso las grandes aves giraban observando todo y
graznaban como relatoras del evento. Con los brazos cansados y férrea voluntad
logró salir del giro vertiginoso y colocarse nuevamente en la corriente
principal. Para ello habían pasado ya dos horas y estaba agotado.
Los grandes ojos de los castores que nadaban a una distancia
prudencial sabiendo que no debían intervenir, proyectaban el miedo y la
incertidumbre de todos.
Los venados corrían a la vera de la cañada y los jaguares que
comúnmente estarían al acecho y escondidos, se movían sin sigilo mostrando sus
hermosas manchas negras y sus dientes relucientes.
Jules había dejado su hogar con una promesa hace ya cinco años.
Abandonó a su mujer y sus hijos y sencillamente desapareció. Incluso lo dieron
por muerto. Un cadáver carbonizado hallado cerca de su casa fue tomado
erróneamente por él mismo. Fue velado y enterrado. Nadie lo lloró. Su familia
nunca lo quiso, jamás había hecho algo que valiese la pena fuera de soldar
rejas y mamparas.
Con una gran sonrisa en el rostro y los ojos enardecidos de
pasión, dobló casi acostado sobre el agua en una esquina y su cabeza rozó una
roca punzante. El casco se partió y un hilo de sangre tiñó el agua y la mitad
de su rostro. Un instante de silencio absoluto se produjo en aquel lugar. El
tiempo parecía haberse congelado. De pronto un perro salvaje aulló con fuerza y
otra docena lo hizo desde diferentes alturas. Todos los animales comenzaron a
emitir sonidos con tal fuerza que parecía empujar la materia hacia el futuro.
Un día Jules se quemó la mano, el rostro y parte del cuerpo con un
hierro caliente. El naranja vivo del metal impregnado en su carne le hizo
gritar y corrió hacia un estanque de agua fría al cual se arrojó entero. Perdió
la consciencia en un desmayo y comenzó a ahogarse sin darse cuenta. Luego de
tres minutos y casi muerto dos fuertes brazos lo recogieron y lo dejaron
tendido a un costado. Con medio cuerpo incinerado, sin casi señales de vida y
sin más suerte que la que el destino le deparase abrió los ojos y vio a un Ángel.
El río se afinaba por momentos y la canoa tomaba una velocidad
casi incontrolable. Como una flecha se dirigía hacia delante partiendo el
tiempo y hasta los halcones encontraban difícil seguirlo. En ese trance no
podía enfocar la vista. El mareo se apoderaba de su mente y veía borroso y
escuchaba solo zumbidos que lo desorientaban. Recorrió cientos de metros hasta
que dos enormes acantilados parecían estar casi pegados dejando menos de un
metro para pasar. Podía verlos pero aún así no alcanzaba a medir bien las
distancias. La corriente lo arrastraba casi a velocidad luz hacia ese espacio
que parecía un degolladero. Mientras intentaba mantener el equilibrio y la
mirada al frente levantó las palas y las colocó verticalmente sobre el bote
para poder pasar por el estrechísimo hueco. Se inclinó hacia delante para poder
manejar la canoa con el cuerpo. Aún estaba a unos cincuenta metros y parecía
que se iba a estrellar contra la piedra y todo aquello hubiese terminado de
forma abrupta y trágica.
Una bandada de golondrinas se puso por delante y como dardos
veloces volaron hacia la estrecha hendidura mostrándole el camino. Pero aún así
Jules no alcanzaba a enderezarse hacia ese medio metro que permitía el cruce.
Los animales que observaban tragaron saliva y sus respiraciones aumentaron y
los nervios cundieron en el inmenso parque natural.
Cuando el Ángel tocó la frente quemada de Jules ocurrió el
milagro. Las heridas se sanaron, la piel se recompuso, el aire volvió a su
pulmones y su corazón latió con fuerza. Jules abrió los ojos y observó todo. Se
paró sobre sus pies tambaleantes y a su alrededor todo le pareció irreal. El
Ángel imponía un respeto cercano al temor. Brillaba como una estrella y su
aliento inundó el aire con perfumes desconocidos. Le hizo una propuesta
dirigiéndose directamente a su corazón y su mente.
Los animales observaban como la pequeña embarcación estaba a punto
de estrellarse sabiendo que sus vidas y destino estaba unido a aquel navegante
improvisado. Algunos incluso cerraron los ojos. De pronto millares de peces
emergieron del agua y éstos que parecían desentendidos y distantes de los que
sucedía se acomodaron frente a la barca creando una brecha en el agua, una
corriente interna que fluía directamente al único y mínimo espacio para cruzar
aquel umbral rocoso. Saltaron y nadaron y detrás, como arrastrado en una
corriente propia Jules alcanzó a ingresar como un viento. No hubo vítores pero
si alivio y el aire contenido en los pulmones de todo el reino animal se soltó
desinflando el momento.
Desapareció de la vista de todos por el largo de todo el cañadón y
solo la aves apenas, podían distinguir la presencia desde lo alto. De alguna
manera el mensaje les llegó a todos y una verdadera fiesta de la alegría
salvaje se adueño de todos. Un gran movimiento de corridas se produjo y cada
cual como pudo cruzó por las costas para ver que acontecía al final de aquellas
paredes que todos creían sería su tumba y el fin para todos.
El Ángel no dio su nombre pero indicó una misión: una vida por
todas las vidas.
Jules había tenido como muchos una infancia dura, difícil y se
había convertido en una sombra de ser humano. Hosco y huraño, su accionar
distaba mucho de emparentarse con la felicidad y apenas mostraba algún rasgo de
humanidad proveyendo alimentos para su familia. Jamás había conversado con sus
hijos y nunca fue amable son su mujer. Sin embargo, Jules guardaba un secreto.
Ante un sol aún fuerte millares de ojos vieron salir la canoa
ilesa hacia un río que se ensanchaba. En su rostro solo concentración y
esfuerzo. El costado derecho cubierto de sangre. Se encontraba frente al gran
espacio previo a la caída final por la catarata.
El vínculo único de Jules con el amor estaba dado por los
encuentros con su perro. Estaba abandonado, sucio, enfermo y gruñía. Nunca le
puso nombre, lo llamó Perro. Amaba a ese can como no supo hacerlo con nadie más
y lo alimentaba en secreto y curó sus heridas. El perro era mal llevado, feo y
le faltaba una pierna. En su casa lo echaron cuando quiso llevarlo y Jules se
contentó con tenerlo cerca de su galpón. Por breves instantes era un niño, uno
feliz. El perro que había mordido a muchas personas y que debía haber sido
sacrificado según las normas del pueblo, se revolcaba con su humano como si se
conocieran de todas las vidas posibles. Así fue que el Ángel le propuso la
muerte y la resurrección, el olvido y el sacrificio.
Ante la última prueba Jules sintió el miedo más profundo, la
certeza de la pérdida final de la gracia de la vida. Miedo y felicidad, terror
y valentía, sabía que lo inevitable lo esperaba y que su sacrificio no era tal
pues nada en él querría seguir por la senda comenzada. Un último coro de
sonidos de la naturaleza, mezcla de cantos de pájaros con zumbidos y rugidos y
todo lo que podía expresar la tierra a través de sus hijos.
El pacto era simple. Una vida humana a cambio de un muro
invisible. Recordó a Perro que había
muerto un tiempo atrás y lloró hacia dentro sin lágrimas. Le fueron dados cinco
años para prepararse. Los detalles debía resolverlos por sí mismo y sería dado
de baja de la nómina celestial y ya nadie para su familia.
Le fue transmitido que no sería un elegido ni un santo, ni
siquiera un mártir, pero en cambio dejaría su balance en cero. Una nueva
oportunidad celestial para recomenzar. Era casi un apuesta divina. Nada a
favor, nada en contra, solo la posibilidad, un intento fresco, un comienzo
desde el germen de las posibilidades.
Tomó aire. Dudó. El vació frente a él le dio un vértigo infinito.
Ningún animal, ni grande ni chico emitió sonido. El silencio más largo y
ominoso de la historia de la selva y el bosque. Incluso el río había dejado
atrás su murmullo incesante y ahora frente a esta laguna previa al desbarranque
todo parecía disolverse en el instante.
El Ángel no se apreció y Jules no lo extrañó. Vio entre brumas a
Perro en su canoa, con la lengua afuera y sus tres patas buenas. Estaba a solo
seis metros de la caída y la corriente no lo arrastraba. Podría haber remado
tranquilamente hacia la costa, olvidarse de todo, comenzar una nueva vida. En
el momento más ingrávido de su vida hincó la pala profundamente en el agua y
embistió el vacío espumoso rumbo a la caída.
Tomó velocidad e inspiró tan profundo que sintió que aire de la
eternidad había entrado en él.
Los animales de todos los colores y formas exhalaron a coro un
sereno sonido afinado en la nota de la vida.
JULES, 1983, TEODORA LAVALLÉN “SELVA” (Ed. Sacramento Ltd.)