La insoportable disponibilidad de estímulos se completa con la desamparada situación accesoria a lo innoble de ser poseído por las caricias de un sistema que no se puede si quiera evitar. Es abuso. Como en las quietudes de las letanías de la mentira, el ágape estrafalario de la vecindad heredada, se consuma la unión de lo brutal con la directriz de lo ajeno. Como consecuencia se enlazan imposibles, uno tras otro hasta confluir en el nodo de la impericia resolutiva y quedar signado por el blanco más absoluto. Algo absurdo. En medio de la cultura de la lagartija y el zompopo se trasladó a la península el último virrey a cargo sin más intención que preparar su huida. Quien conoce el variopinto estertor de los desérticos pensamientos de los gobernantes se desquicia ante la posibilidad de que aquellos dejen el espacio a sus retoños, tan amargos en sus frutos como ellos mismos pero aún más imbéciles. Desde lo más abyecto de la idiosincrasia de la volatilidad del esfuerzo, fueron sus jefes de las tierras de la falsa promesa quienes se arrogaron el poder de interferir en la evolución en cuanto falsos mártires con asesinos a sueldo. Nadie los interpeló nunca en parte debido al miedo pero también por la tendencia a esperar que las cosas se compusieran solas. Fue inútil, el éxodo finalmente se consumó como el paso próximo obligado tras la debacle y como estrategia de definición colectiva ante la insaciable voracidad que cabalgaba sobre el ánimo popular. Como medida atroz y a la vez divergente de las estructuras de la cúpula insipiente de hombres mojarra, el signo de los tiempos mutó hacia las infelices horas de la inversión de las redes. Peces cosechando humanos.


LAERCIO TULUM, 2003, “LOS VENIDEROS” (Ed. Xlolotl)

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