El comienzo de todo fue un acto de violencia.
Como una herida auto infringida se cortó las venas y cometió el primer acto de rebeldía, un atentado contra su propio poder.
Con esta acción inesperada destruyó el silencio y su mutación fue inexorable.
No calculó ni especuló con el futuro, pues este no existía ni siquiera como idea. No le tembló su mano ausente en poner en riesgo su paz. Fue el acto más valiente y audaz y a la vez el más inconsciente e impredecible. También fue la coronación del sentido último que burbujeaba ingrávido a la espera de ser invocado. Nunca sospechó ni quiso saber las consecuencias de su acto primero.
Jamás –hasta ese instante atemporal- había percibido ni necesitado nada.
En cierta forma su existencia inexistente era un modo de autismo divino.
Nada ni nadie ni nunca ni donde se habían superpuesto ante a su propia mismidad ni existía una forma de verse en espejo alguno ni ser percibido.
Pero no se conformó y destruyó su paz acuática de serenidad sin fin. Optó por la rotura, la destrucción, el salvajismo de los nonato, la imbricación de una fuerza caníbal que sería su marca personal en los tiempos por venir. El acto trasgresor más extravagante transformó su esencia en una dualidad, mitad luz y mitad sombra. Ya no era completo y tuvo que pagar el precio de escindirse.

De un lado la cualidad inmutable del sueño eterno y del otro la inestabilidad angustiosa de la posibilidad de la vida. No eligió sino que lo quiso todo. Desplegó sus alas imaginarias por sobre el adormilado y también inexistente cuerpo y como una explosión silenciosa, destelló en sí mismo y creo el Universo haciéndose la única pregunta que importaba -¿Quién me ha creado a mí?.

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