Ingrávidas como cristales de helio, las salamandras escupieron eléctricas raíces hacia la tierra yerma.
Con una sonoridad danzante revoloteaban anárquicas en forma de zigzag por sobre la sólida base mineral. Debajo, con los pies atados a la superficie, los humanos intentaban cazarlas para atrapar su esencia.
Las salamandras, eléctricas danzarinas, evadían los toscos movimientos de los hombres con una sonrisa. Sin embargo, ésta ni oficiaba de anclaje vincular ni era de compasión sino de franco odio. La necesidad voraz del humano de hacerse con la energía de otros se les hacía no solo incomprensible sino atroz e insensata. El fuego que ardía en sus venas de éter pedía a voz encendida arrasarlos a todos, insuflar el veneno tóxico de los vapores de azufre en sus pulmones para asarlos vivos hasta que, demacrados y ulcerados se retorcieran sobre el piso.
Sin embargo y actuando en consonancia con su propia naturaleza optaron por jugar a las escondidas.
Desconfiadas y rápidas, se escabullían en los pliegues de la noche mientras dejaban una estela que como la cola de un cometa flameaba en el viento hasta perderse.
Detrás de la máscara del preámbulo nocturno, las salamandras cocían su intención en las marmitas eternas del destino. Eran seres casi inmateriales, de ojos tan encendidos como su esencia. Chispeaban y alborotaban todo a su paso. Enérgicas e impredecibles, corrían por la franja sutil entre lo real y lo aparente. Ígneos seres desde y hasta la totalidad.
En el marco de su existencia se entrecruzaban con los otros elementales disputando el espacio y también el tiempo. Así, sus luchas y fricciones eran legendarias y sin embargo, aún en medio de una tempestad de hierro y fuego, lograban una extraña clase de colaboración.
De ancestros provenientes del núcleo del sol y de otras estrellas, habían heredado la capacidad no interpretada de la excitación. Al contrario de sus primos hermanos, los gnomos, los silfos y aún las ondinas, ellas aparecían y desaparecían a cada instante. Como llamados a obrar en otros mundos y para otros dioses, se hacían invisibles o refulgían como el oro. Su poder era mucho más elusivo y peligroso por lo extravagante de sus temperamentos. A la sombra de su propia luz maduraban sus efluvios en forma de gases y todo lo que no quemaban igual quedaba bajo un hechizo estremecedor. La coloratura de rojos y naranjas, amarillos y carmines destacaba en sus cuerpos y expandía sus de por sí poderosas formas por encima del resto. De tanto en tanto eran levantados en peso por el Alma central de la totalidad, y se les requería reparar lo estropeado. Muchas veces era del todo imposible y entonces intentaban agradar al damnificado obsequiándole un descubrimiento, una idea o facilitándole un invento. No les costaba nada y como parte de una larga cuenta a favor y en contra con los humanos, cada pequeño gesto era considerado un aporte, lo que al fin y al cabo era la intención.
El Creador nunca imaginó un universo en paz; más bien al contrario, su origen era una gran guerra. Las incesantes batallas del cielo fueron heredadas por los hombres bajo la guía no tan desinteresada de Marte.

Y ellas, hermosas y peligrosas criaturas del fuego precedían los impulsos y formaban en el alma humana el estertor de la explosión.

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