RECETAS DESDE EL MÁS ALLÁ
Nunca me gustó cocinar. Nada, ni un poquito. De hecho, lo detesté siempre como una de esas cosas que están malditas. Supe de pequeña que no sería ni remotamente algo parecido a una ama de casa con su delantal bonito y manchado de mermeladas y salsas. No sé, la cocina no se me da, es más, me evade. Mis amigas me cargan y algunas incluso se niegan a creerlo, pero me ha ocurrido que un huevo se me estrelló en el techo. Rompí implementos, torcí cucharones, malgasté especias caras y se me carbonizaron pollos en varios hornos de muchas casas en las que viví. Quizás he tenido un poco más de suerte con los postres. Puedo batir crema y a veces no se me pasa o cortar una naranja al medio y rociarla con aceite de oliva y azúcar. Un manjar. Pero no mucho más. La sola idea de estar atornillada en la cocina frente a interminables platos para lavar, ollas grasientas y olor en el pelo me desespera y entristece. El ritual de la cocina con sus tiempos y espacios específicos, el rigor de las recetas y la paciencia de los procesos no es algo que me parezca interesante ni seductor, más bien al contrario, me resulta bochornosamente humillante. Las mujeres hemos sido esclavas de la actividad doméstica por milenios y ya es hora de salir de la cueva cuyo epicentro es justamente la cocina. Ollas y sartenes, bandejas y coladores, woks y embudos son como parejas de bailarines dementes anclados a la locura de la repetición incesante. Ni pensar en el sinfín de cuchillos, cucharones y espumaderas (palabra que detesto) de aluminio, madera o plástico junto a una lista de jarros y jarritos que deben por supuesto –como todo lo demás- lavarse y guardarse a diario a riesgo de convertir todo en un desastre de caos reinante. Además, vienen tus amigas y ¿Qué miran? ¡la cocina! Las muy malditas parece que se inflan de orgullo en la comparación de recetarios y trucos secretísimos para la elaboración de algún plato especial. Amo el delivery. ¡Que me traigan la comida a mi casa! La sensación de ser atendida y que otros corran detrás del horno y la harina leudante, el olor de la grasa y el ácido de la cebolla. Creo que es el mejor invento de l capitalismo: comida servida y caliente en la puerta de tu casa. Además, si tenés suerte, el que te la trae es un bombón, le das veinte pesos y sonríe de oreja a oreja. ¿Porqué querría yo –o cualquiera- pasar las mejores horas de tu vida en la prisión de la angustia de la repetición? Porque pongámonos de acuerdo, si hay algo rutinario y repetitivo es cocinar. ¿Cuán creativa podés ser al fin y al cabo? ¿Una salsa nueva? ¿Un ingrediente exótico? ¿Una cocción más larga o más corta? ¡Vamos!, hace miles de años que se cocina en todo el globo terráqueo y está casi todo inventado. Además, si por una de esas improbabilidades estadísticas se me ocurriera una variante dudo mucho que vaya a revolucionar la cultura. Es al divino botón, siempre comprendí que nada de lo que suceda en una cocina se vincularía conmigo de forma profunda.
Pero sucedió algo curioso este invierno. A pesar de todo lo expresado una tiene un costado (aunque más no sea ínfimo) de gusto por el juego del amor. Y claro, como todas sabemos, al hombre le entra el dichoso amor por el estómago por más filósofo, negado o moderno que se considere. Comienza con la madre, la teta, la papilla y los dulces y ahí está, se acabó, el circuito está armado. Somos condenadas al punto ciego de su consciencia. Tienen un hueco y quien lo llene, se lleva un millón de puntos a un precio relativamente accesible.
Y hablando de madres, omití relatar un detalle sobre mi vida: mamá era cocinera.
¿De manual? ¿Una obviedad en la búsqueda eterna de la diferenciación y la rebeldía a continuar los patrones de conducta heredados? Nota al pie: que palabra patronessi hablamos de la madre, debería ser más bien matrones…
Como sea se dio esa relación de amor y odio por los asuntos culinarios porque lo cierto es que amo comer. Mi desentendimiento se limita a la hechura, no al goce. Mamá cocinaba ¡cómo cocinaba! Cuando les cuento a mis amigas que le recriminaba que comía demasiada suprema Maryland o pollo a la suiza me miran con mezcla de odio, envidia e incredulidad. Mamá me cocinaba. Sí, escribí bien: me cocinó la cabeza. No lo hablé a fondo aún en terapia, pero esa forma de dar amor llena un montón, así como omite otro tanto. Todo el afecto el cariño y el cuidado era estomacal. No solo con el placer de los bocados sino en el cuidado de la calidad, la cantidad y el origen de los alimentos. Me preparaba chupetines caseros de zanahoria y mi dieta era variada y nutritiva. En casa había siempre de todo: tarros industriales de dulce de leche, de crema, panes caseros, carnes y quesos, frascos con polvos con aromas riquísimos y todos los colores de verduras, hortalizas y tubérculos. Mis amigas, los amigos de mis amigas, compañeros de escuela y hasta vecinos venían a casa a comer. Siempre, siempre había comida lista y por hacer. Panqueques, soufflés y tarantelas, milanesas, guisos y ensaladas; desayunaba con un huevo poché en su exacto punto y el yogur, así como el vinagre eran caseros y endiabladamente ricos. Tenía amigos en cuyas casas el tema comida era al parecer o bien escaso o pobre en variedad o gusto. Incluso algunos de ellos –y para mi asombro- no tenían una madre preocupada por el tema; unas galletitas, algún bife y a eso lo llamaban comida. Que tristeza inmensa y como les gustaba colarse en la cocina de mamá pues cualquier sobra por mínima que fuera se constituía en un manjar. Ni hablar de las fiestas. La mesa rebalsaba de toda clase de platos deliciosos, uno más elaborado que otro. Y corría la alegría de la mano del bocado y la risa con un trago de sidra y los recuerdos en algunas pocas fotos sacadas con una Kodak automática en un rollo de doce o veinticuatro y algunas aún subsisten. Pasaron muchos años y así era la vida: ella en la cocina y yo sentada a la mesa. Creo que ella nunca quiso que yo heredara ni su talento ni su pasión, sus larguísimas horas frente al horno y las sartenes, sus tantísimas quemaduras y mucho menos sus manos dobladas y achacadas por el trabajo, su dolor de cintura y su eterno olor a cebolla en el pelo. Ella para mí, quería otra cosa. No lo decía o al menos no de esa manera. Simplemente me echaba de manera directa o sutil de la cocina. Las pocas recetas que me pasó estaban mal o no las recuerdo y siempre pero siempre se guardaba un secretito lo suficientemente vital para alterar el sabor final de una comida. Mamá no quería que yo fuese su reflejo. Aunque probablemente ni siquiera lo sabía con claridad, su negación a enseñarme y sus críticas constantes eran una forma suprema, aunque dolorosa de amor maternal. No era de las que fuera a ir a un psicólogo o dejarse dar lecciones de cómo ser madre. Era una laburante, hecha de harina y manteca, con la firmeza de quien entiende que debe sobrevivir a fuerza de muñeca, de maña y de constancia. No era en aquel entonces la era de los chefs ni de los concursos de cocina y un canal dedicado veinticuatro horas por día a enseñar el arte de la cocina era impensable. No estaba de moda poner un restó ni hacer recetas sin TACC y la palabra veganojamás había sido pronunciada. Antes se cocinaba, rico, abundante, caliente y llenador. Eso era suficiente. Si la materia prima era buena y el cocinero experto, el comensal se iría satisfecho sin preguntarse si el postre estaba hecho con nitrógeno o la carne macerada en una camisa de hierbas. Y todo era genialmente rico. Mamá lo sabía, pero también conocía los rigores del oficio. Conoció la abundancia y la miseria, los madrugones y las tardías noches revolviendo litros y litros de guiso de vegetales. ¿Cómo no iba a querer más para su única hija? Apenas hoy día, puedo atisbar que pasaría por su consciencia. La amé y la odié como toda hija a su madre. Entiendo hoy y quizás y como suele suceder de forma tardía que me estaba protegiendo. No pudo del todo. La vida y su impronta se imponen con la violencia del acto de la existencia. Aun así, hizo lo que pudo que fue insuficiente, pero fue a su vez mucho. Pero a cocinar no me enseño.
Así que aquí me encontraba a la mitad de la vida (con suerte) con omelettes quemados, papas pasadas y cafés desabridos. El enamoramiento es una enfermedad y siempre lo supe. De hecho, se constituyó en una parte importante y central de mi discurso. Si no iba a convertirme en una ama de casa, no tendría por supuesto un marido. Sería libre, soberana de mis actos, independiente y viviría liviana y por fuera de los mandatos de la sociedad. Y por mucho tiempo funcionó. ¿Cómo es que vengo a perder la cabeza por un amante de la buena cocina? Supongo que el único concepto que se acerca es lo que los griegos llamaban destino trágico, aquel que por huir de su destino no hace más que atraerlo. El caso es que él si cocina y de hecho lo hace tan bien que es parte de su encanto. En lo que a mí refiere es una bendición, no podría vivir con un hombre que aguardara sentado a la cocinera que no hay dentro de mí.
Sin embargo, observé (nosotras observamos todo) un dejo de tristeza o quizás melancolía, un ansia una ausencia cada vez que yo hacía gala de mi inutilidad para la cocina. Nunca me recriminó y apenas si dejaba soltar alguna broma sobre los huevos voladores que se estrellaban contra el techo. Hasta que un día algo en mí se rebeló, pero de la forma contraria a mi propio parecer. Como poseída por un daemon salí corriendo al mercado y compré carne y papas, cebolla y aceitunas y unas cuantas cosas más. Parada frente a las hornallas y ante mi propia incredulidad comencé a pelar y preparar las papas, sazonar la carne picada, cortar los demás ingredientes, el huevo y las especias. Calenté las ollas y encendí el horno y todo en un estado de arrobamiento apasionado que se parecía a un frenesí. Me había dicho que amaba el pastel de papas y que además no lo sabía preparar bien. Vi la oportunidad como un cazador ve a su presa. Encendida por dentro y por fuera arremetí con los alimentos crudos y en un fluir tan extraño como vital, procedí a dar cada paso como si lo conociera de toda la vida. Floté en el éter de los aromas y volé lejos en el tiempo y el espacio. Vi a mi madre e intuí sus movimientos. Como una escena de maestro – discípulo del Kung Fu, una danza entre el pasado y el presente, entre mi mamá detrás de las nubes que separan la vida y la muerte, ella allí y yo acá, pero ambas cocinando juntas, al unísono, en plenitud, aunadas por una forma misteriosa de amor atemporal y místico.
El pastel quedó exquisito y sorprendentemente ni me quemé ni me sentí aprisionada y el disfrute compartido convirtió la velada en un ágape.
Yo sigo sin saber cocinar, apenas he agregado un poco de tiempo a mi vida para hacer de mi tiempo un valor de aprendizaje. Sin embargo, ya no estoy sola. Aunque mamá partió hace un tiempo y mi dolor es grande, encontré una zona mágica, espectral y cálida en donde puedo conectarme a su fuerza y a su risa. Nos encontramos cada tanto y nuestras consciencias se unen en un punto que solo puedo definir, aunque me cueste creerlo, en un acto de nutritivo amor.