TORNADOS VERDES
El río se comportaba, como siempre, de un modo perturbador. El cielo se fragmentaba en escamas y reflejos brillantes como rubíes interrumpían el azul cerúleo que entintaba todo.
La noción de tiempo se tornó difusa. La expectativa por el tornado mantenía a las personas en un extraño estado de arrobamiento. Fascinación y pavor de la mano y al mismo son. Algunos querían quedarse para ser testigos de un acontecimiento único mientras que otros estaban allí como paralizados por una serpiente de nubes.
Nada parecía indicar peligro. Solo la rara combinación de calor y viento conformaban una extraña sensación de lugar perdido como si la tarde se prestara a la tragedia.
Sin embargo, todos seguían allí, expectantes. Nadie quería perderse la visión de lo que por las radios se estaba llamando “un acto de Dios”.
Los remolinos cuánticos eran apenas conocidos por la ciencia y habían comenzado hacía relativamente poco. Su brillante formación verde intenso tenía la propiedad de ser a la vez desafiante, seductora y mortal.
Había quienes, enterados de estas cualidades se jugaban una carta del destino a modo de desafío y buscaban pararse frente al fenómeno a modo de titanes como esos locos que se plantan fiero frente a las olas y a los gritos las invitan a derribarlos.
Sin embargo, la orden oficial fue clara: toque de queda durante la noche y alerta máxima durante el día. Los organismos de defensa civil y los cuerpos de bomberos estaban acuartelados y la policía preparada para actuar.
En el fondo todos, civiles y personal de las fuerzas convocadas, sabían que cualquier cosa que hicieran era inútil. Si el tornado verde efectivamente atracaba en la costa, no quedaría nada en pie. Era un sinsentido la preparación y el cuidado, pero por otra parte había que hacerlo lo cual al menos lograba mantener ocupada la población.
Pasaron varias semanas y se podía divisar el cielo alterado a una corta distancia. Parecía quieto, estable, casi bello.
Estudiosos de las universidades y los centros de investigación se acuartelaron y armaron carpas que llenaron con un montón de aparatos de medición sofisticados. Lo que al comienzo fue máximo cuidado con los días se transformó en rutina y mirada desapasionada. Los transeúntes apenas mostraban interés y los corredores que usaban regularmente el lugar lo hacían con el mismo estilo despreocupado que tenían frente a una lluvia o un calor extremo. Las chicas patinadoras y los ciclistas ya se habían acostumbrado a la presencia omnipresente de ese espacio que parecía titilar y modificar sus partículas en pequeñas explosiones verdosas. Todo ocurría en silencio. Mientras las tormentas se anunciaban con truenos y las lluvias tarareaban sobre el cemento y las chapas, el tornado cuántico se abstenía de producir el más mínimo sonido. Era visible pero insonoro. Eso lo hacía aún más raro. Algo tan grande y ominoso que tenía en su mudez parte de su atractivo. Pasaron tres años y las vidas se adaptaron al fenómeno sin mayor problema. Los viajes a Uruguay se hacían por otras rutas y no se volaba en esa dirección. Prefectura organizó las líneas marítimas para evitar la cortina energética y todo seguía con aparente normalidad.
Pero un día desde lo profundo del vórtice del tornado y en medio de su absoluta quietud se oyó un bramido espectral. Fue una mezcla de rugido estomacal con sirena aguda o el canto de una ballena llena de terror. Como si se desmoronara un edificio gigantesco o se abrieran unas puertas de hierro de millones de toneladas. Todos lo sintieron. Se podía oler el miedo. Fue una detonación en el pecho y una estridencia en el cerebro. A muchos se les aflojaron las rodillas y cayeron al piso mientras que otros se orinaron allí mismo donde estuviesen y el terror se adueñó de todos en un instante y ya no se fue. Aquellos que lograron poner sus miembros en movimiento o bien se abrazaron a sus seres queridos o se arrojaron bajo la cama con las manos tapando sus oídos. Para los que llegaron a la costa el espectáculo fue magnífico: con la fuerza de cien mil tanques de guerra se acercó arremolinado y bestial, el tornado de orden cuántico con su reflejo verde y su radiación intensa. Su forma era tan arbitraria como su misma existencia. En lugar de tener un centro delgado en la base y un gran ancho arriba como un embudo, parecía más bien un aterrador y soberbio insecto con una obscena panza gruesa y decenas de patas que se extendían para todos lados. Una suerte de araña energética cuyas extremidades succionaban todo cuanto se ponía por delante. Parecía una aspiradora impía que llevaba todo hacia esa brutal monstruosidad digestiva. A pesar de su carácter descontrolado parecía sin embargo poseer alguna clase de inteligencia. Como un pulpo de treinta brazos sus movimientos eran precisos y hasta de una forma bellos. El ente rugía y bramaba, cantaba y chillaba, se entrelazaba en sí mismo y lo devoraba todo desde árboles y piedras, hasta la costa entera; los muelles y los veleros, a las aves del cielo y los peces salían despedidos del agua absorbidos por su majestad el ente tornado. Pero no era el viento ni la inducción de una clase de gravedad lo que hacía que todo se entregara a la bestia, era una forma de seducción.
Cuando nos paramos frente a ella, sentimos la necesidad, el mandato y el deseo profundo de arrojarnos a sus fauces. Queríamos ser devorados. Era un éxtasis. Como en los instantes previos a un orgasmo toda acción confluía en entregarse a la experiencia.
La piel se estremecía y la mirada hipnotizada clamaba por saciar el ansia de ser parte de aquello. Algunos salieron corriendo con inmensas sonrisas y los brazos hacia delante buscando el contacto con aquel ente inmaterial. Otros se arrojaron al piso aguardando en instante supremo en el que serían extraídos o asimilados. Era hermoso y aterrados. Un grupo se tomó de las manos y se quitaron las ropas para correr luego hacia el agua en donde el tornado ya estaba asentado girando y girando. Miles de personas y cientos de perros volaban en suave flotación hacia el estómago insaciable de la gran bestia.
Yo estaba indeciso. Tenía mis conflictos con el placer. Nunca fui muy bueno gozando y me incomodaba la idea de esa pasión tan intensa. Me producía náuseas, desequilibrio, confusión. Por un momento quise ser parte de la marea y hasta me encaminé rumbo a la multitud que entregaba su voluntad al vacío. Algo me detuvo. En mi bolsillo tenía guardado una foto que siempre llevaba. Era de mi madre cuando era joven. Bonita e inocente. Una foto tomada en algún club del que fue parte. La tomé con una mano y la observé. Sus ojos tan azules como el cielo que estaba frente a mí, vestía una malla de baile negro con unos naipes cosidos con delicadeza. Era su traje de carnaval adolescente. Era curioso porque decía que no le gustaba jugar ni apostar, pero creo que de vez en cuando jugaba algún número a la quiniela. En la foto se la veía plena. Sonreía. Mamá me había dado a entender muchas veces que yo podía hacer lo que quisiera, que sería mi decisión y que ella me apoyaría, cualquiera que fuera. También me había enseñado a ser distinto, más por impedimento que por discurso, pero al fin, el corte en la malla del tejido social ya estaba hecho, yo no encajaría nunca, como tampoco lo había hecho ella. Mi mente se calmó y mi corazón recuperó su aplomo. Pude observar todo con prístina mirada, con una calma suprema. Me di vuelta y caminé para el otro lado sin nunca jamás mirar atrás. El ente gritó con todas sus fuerzas y fue el lamento más angustioso que oí en mi vida y que nunca más volveré a escuchar. Todos lo que se entregaron desaparecieron, fueron devorados por la inteligencia ciega del vacío. En el mismo instante antropofágico del final y una vez saciado el hambre, el tornado desapareció. Quedó el silencio y la destrucción, el martirio de los inocentes retumbando como ecos muertos en un aire límpido y diáfano.
Nunca más volví al lugar. No volví a ver a nadie.
Somos pocos los sobrevivientes. No extrañamos a nadie. El ente nunca más volvió.
Nos queda la tarea de recomenzar, una vez más.