EL COMIENZO
La crucifixión lo intimidaba.
La formación calcárea de la cueva dejaba intuir el paso del tiempo en cada capa blanca y rosada.
Se sentía seguro de su poder pero aun así intranquilo, como un pájaro antes de la tormenta.
Por un costado ingresaban rayos anaranjados que bañaban la fría piedra.
Pensaba en la posibilidad cierta de morir pronto y no alcanzaba a sentir el natural miedo sino que se regocijaba por adelantado del impacto que produciría su ausencia.
El piso era frío y rugoso y en un viento sonoro ingresaba reclamando su lugar en el concierto de la despedida.
Volvió el rostro hacia los suyos que parecían triste y amedrentados y esbozó una sonrisa dulce y melancólica.
Un murciélago despistado chocó contra la pared y cayó al piso e intentaba retomar vuelo con cómicos movimientos atolondrados.
En el piso, de pies cruzados, estiró su túnica y cerró los ojos. Oraba.
Un enjambre de moscas se agolpó cerca del murciélago esperando poder alimentarse de sus desechos en caso de que muriera. Sin embargo, la pequeña bestia negra no paraba de aletear.
El silencio que se formó a su alrededor fue sobrecogedor. Un tornado mudo de poder sanguíneo y puro. Una formación de tenue luz cargada de cosas por suceder.
La humedad del lugar era extraña en medio del desierto y sin embargo hasta se había formado moho de verde intenso en las paredes rocosas.
Luego de un rato abrió los ojos y tarareó una melodía infantil con una inmensa alegría que contagió a todos inmediatamente. Lo observaban vivir su propia epifanía de la inocencia y sintieron culpa, desazón y temor.
El sol comenzaba a retirarse y los corazones se enfriaban entre pesares reales y pesadillas imaginarias del mundo por venir.
Cuando levantó su cuerpo, ligero como una pluma, la certeza del tiempo exacto inundó a todos como un rayo. Algunos lloraron y otros quedaron pasmados entre la aceptación y la expectativa.
La noche había llegado cargada de estrellas encendidas y grillos ruidosos.
Se encaminó hacia el portal. Su silueta comenzó a desdibujarse hasta desaparecer en la oscuridad.
Los ojos de unas aves posadas en ramas secas parecían candiles de azufre.
El reino de lo innombrable abrió sus puertas en forma de silencio.
Atravesó solo y en silencio el umbral entre los mundos.
Todos callaron, pájaros y serpientes, humanos y piedras, tierra y viento.
Y fue el comienzo del fin y la transfiguración del instante en un espacio sin pasado ni futuro. Luego de eso, la eternidad.