En el fondo de un jardín, detrás de la ciudad, hay un lago escondido. Tiene incluso una salida al río. Allí se han ido a jugar en secreto los amantes de las maravillas. Tres inmensos dragones chinos recorren el espejo de agua. Están hechos de globos de colores y brillan al sol. Hay quienes los montan y recrean fabulosas batallas. Los árboles y el secreto los cobijan y el naranja de la tarde los inspira. Feliz aquel que lo encuentre.
La sensación era que las aspas de aquellos molinos estaban afiladas como navajas finlandesas. Giraban a gran velocidad movidas por el viento sirio y en su furioso rodar a miles de kilómetros por hora parecían cortar el escaso aire en partículas pequeñas y delicadas como esquirlas de metal pulido. Entre el fuego la memoria de los presentes se hacía borrosa. Las llamas ascendían en círculos crepitando y desgarrando la humareda verdosa y púrpura espectral. Era un fuego vivo que revivía viejas heridas, punzantes olvidos guardados en el pasado del olvido. Cada flama era como una inyección en las córneas, un alumbramiento doloroso a la luz del momento y a la lúcida percepción de la frontera de los elementos, el límite material que separa para dejar espacio al necesario resplandor adyacente que hace de invisible colchón entre los seres y los objetos. Al crecer aquella fogata arremolinada y salvaje, buscando su alianza con las estrellas para volver a ser uno con la esencia de sí mismo, de...