El doctor Natalio Favale entró a su laboratorio seguido de sus colaboradores más cercanos, Lato el ratón antropomorfo y Camalo, el sábalo humanoide. Entre los tres cargaban una pesada estructura de acero pulido de la que colgaban tiras de cuero. Si hubiesen estado de ánimo para bromear hubiesen advertido que parecía la cabeza del hombre de latón con los dread locks de un rasta. Pero nada de eso era posible a estas alturas. Favale, como todo iluminado, corría tras su idea, una visión enclavada en el fondo de su mente que lo hacía pasar días sin dormir y aún sin comer. Por ello y desde que tuvo su "momento luz" perdió todo lo que hasta ese momento había sido importante para él: su mujer y sus hijos, su perro y su prestigio, en ese orden.
No siempre sus colaboradores fueron tan extraños, antes -aunque él no podría decir cuanto antes- eran personas simples incluso aburridas, simples operarios de una maquinaria que no llegaban a entender pero que les garantizaba un sueldo con el que podían soñar con vacaciones en playas repletas de cocos, palmeras y bellezas morenas. Pero un día todo eso cambió. Lo llamaron el factor violeta. Las mutaciones comenzaron de manera inmediata. Sus cuerpos mutaron a órdenes demasiado arbitrarios para encontrar el patrón implícito. Favale conservó su forma habitual pero ya no pensaba como humano. Depositaron el artefacto sobre una mesa de madera oscura y lo encendieron pulsando un botón azul.
JORDAN AMENZOV, 1967 (EL DESORDEN IMPLICADO, Ed. Bonifacio Herdia & Hijos)