Nadia era una niña con alma de cerilla. De rosadas mejillas y labios delineados con cristal, miraba a la lejanía como quien presiente una tormenta. Su cabello ensortijado de color zanahoria parecía flamear al viento. Rara vez olvidaba un rostro, aún de animalillos pequeños como insectos.
Eran extrañas sus orejas, terminaban en punta. Los ojos brillaban. No, no es que fueran simplemente luminosos: brillaban con luz propia. Una luz que parecía estar encendida dentro de su pequeña cabeza. Una luz violeta tan intensa que producía inquietud. Con agua fresca tocaba las frentes de todos los animales. Nombraba una a una a sus mascotas con nombres extraños. Lumenzil, Cassandor, Ibrisan, nunca supimos que significaban ni de donde los sacaba ¿Los inventaba? ¿Le llegaban como inspiración divina? Una tarde Nadia se sentó junto a un estanque, vestida con un vestido níveo y un collar de coral. Levantó unas hojas del suelo y sopló muy fuerte. Un terrible viento se arremolinó a su alrededor. En el medio, feliz y radiante estaba ella con un pequeño venado. Lo llamó Osinsin y le marcó una cruz en su frente con los dedos. El viento cesó, Osinsin pegó un gracioso salto y se fue. Nosotros, simples niños nos quedamos mirando, maravillados. Un día Nadia se fue y nunca la volvimos a ver. Extraño su olor, su pelo de fuego y sus ojos amatista. Pero más que nada recuerdo con una dulce melancolía sus bautismos del reino animal, junto al estanque.

JOHANNA KASTUL, 2006 (EL LIBRO DE LOS TESOROS, Ed. Cavagni)

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