Nadie supo si las heridas fueron hechas por Gastón Vollman o por el contrario Susi se autoflageló con el solo propósito de engañar a la prensa. En todo caso, lo que sí quedaba claro es que la sangre brotó de su pecho abierto como un río indigno y lodoso. El oficial que la encontró tirada sobre un viejo sillón de jean quedó impactado de tal modo, que aún siendo un veterano hombre de la fuerza, no pudo evitar gritar como un niño. Al tiempo el caso se olvidó. El oficial pasó a ocupar un puesto menor en el sector administrativo, Susi se curó, Gastón Vollman le regaló jazmines y se reconciliaron.
La sensación era que las aspas de aquellos molinos estaban afiladas como navajas finlandesas. Giraban a gran velocidad movidas por el viento sirio y en su furioso rodar a miles de kilómetros por hora parecían cortar el escaso aire en partículas pequeñas y delicadas como esquirlas de metal pulido. Entre el fuego la memoria de los presentes se hacía borrosa. Las llamas ascendían en círculos crepitando y desgarrando la humareda verdosa y púrpura espectral. Era un fuego vivo que revivía viejas heridas, punzantes olvidos guardados en el pasado del olvido. Cada flama era como una inyección en las córneas, un alumbramiento doloroso a la luz del momento y a la lúcida percepción de la frontera de los elementos, el límite material que separa para dejar espacio al necesario resplandor adyacente que hace de invisible colchón entre los seres y los objetos. Al crecer aquella fogata arremolinada y salvaje, buscando su alianza con las estrellas para volver a ser uno con la esencia de sí mismo, de...