El costado oscuro del vecino promedio no suele pasar de alguna envidia liviana o en el peor de los casos en la mala voluntad para cooperar con la recolección de residuos. Pero en el caso de Jaime Vollinger, vecino de Arístides Lagarategui se hallaba la excepción infame a esta tendencia.
Jaime era costeño, de la localidad de Irupe situada al margen del río Ganto y su principal preocupación era la migración de las aves típicas de la zona. Su obsesión llegó a tal punto que un día, de la nada y sin motivo aparente, tomó su rastrillo de metal un tanto oxidado y corriendo con furia hacia la casa de su vecino, terminó por incrustar la herramienta en la garganta de don Arístides. Éste, agonizando aún lo miró y con un último aliento le preguntó a que se debía su accionar. Jaime, resoplando y con los ojos enrojecidos le confesó que no soportaba que los gorriones prefirieran el jardín de su vecino. Arístides murió de alguna manera reconfortado: había dejado las mejores semillas para los pajarillos, con el único fin de molestar a don Jaime.

COSME DE GENNARO, 1976 (CUENTOS DE LA VECINDAD, Ed. Porfley)

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