Comenzar una frase siendo tartamudo era casi peor que ahogarse en aceite. Eso pensó Arístides Giavonaselli, el prefecto de la ciudad de Armento en tiempos de guerra. Sin embargo se animó y pronunció su discurso. Debía motivar a sus hombres a que lucharan con fervor y valentía. Los noventa de Armento era un grupo selecto de soldados, la elite del pavor. Nadie se había resistido a sus métodos en cientos de años. El problema era el siguiente: por primera vez el prefecto era un humano. Los noventa eran kandorianos, altos, espigados y con la sangre color lima. Sus ojos eran como los de todos los alienígenas: muy oscuros. Negros sin iris ni pupilas, solo la negrura del cosmos, una imagen del vacío eterno. Estaban ataviados con sus uniformes de guerra color plata y sus cascos bordó con pinches filosos. Eran guerreros duros, experiementados y dispuestos a morir. Solo necesitaban que el prefecto dijiera las palabras que los harían arrancar. Tres palabras solamente y el mundo temblaría, así era, así fue siempre. Las palabras de arranque ponían en marcha un mecanismo en sus mentes que los harían arrasar con medio planeta. Podían hacerlo, eran poderosos, sanguinarios y no tenían alma. Todo comenzaría con la primera palabra, luego solo dos más y el mundo sería un aquelarre de sangre y llanto. Arístides había recibido por escrito las órdenes y su cerebro había sido lavado hacía mucho tiempo, era solo un humano al servicio de los invasores. La regla universal era que la orden final debía darle un local, humano en la tierra o marciano en Marte. Todo había sido cuidadosamente arreglado, cada detalle, cada mínima posible confusión, todo estaba en los protocolos de invasión. Así fue que encontraron al más corrupto de los mortales, Arístides Giavonaselli. Era malo, codicioso, innoble y traidor y eso era suficiente. Había vendido a su propia raza por apenas un puesto en una nave de comando. Los invasores no lo respetaban pero tenían palabra, cumplirían su trato. Estaban apenas a unos segundos de conquistar otra presa, una esfera poblada con miles de millones de seres vivientes entre animales y pensantes. Arístides comenzó su discurso de tres palabras. Quizás fuera algo en su inconsciente o lo que los religiosos llaman consciencia pero el hecho es que se trabó. Tartamudeó. Y las palabras salieron mal. Muy mal. Los noventa no interpretaron eso como una orden y sencillamente se fueron. Arístides -sin saberlo y sin quererlo- había salvado a la humanidad.
CHARLIE BOWERMAN, 2002 (CUENTOS DEL EXTERIOR, Ed. Pan)