Parcialmente cubierta por una espesa nube, la torre se alzaba inmensa y majestuosa como un demonio, como un dragón, como un tótem de luz. Debajo, muy lejos de allí, los juglares se divertían y apasionaban a la multitud con sus cantos y chanzas. Edwin se acercó hacia la puerta del castillo y golpeó tres veces. Una voz contestó preguntando por una seña.
El guerrero de a pie, cubierto por una gran capa verde habló en un idioma incomprensible y la puerta fue abierta de par en par. Mientras tanto las doncellas de la feria en el centro mismo de la ciudad desplegaban toda su gracia con sus bailes típicos, la danena y la matocurpia. La nube siguió su camino y dejó al descubierto la gran torre central y todos gritaron de felicidad. Edwin ya estaba en el gran salón del gobierno y fue recibido con honores, el límpido cielo se consideró una buena señal y los consejeros del rey Morcabbia asintieron cuando éste les preguntó si debía recibir a aquel hombre de fama legendaria. Afuera seguía la fiesta, cantos y ruidos, risas y gritos animaban a la gente a sentirse plena de vida.
El rey pidió a Edwin que hablara y éste dijo
-Mi querido y buen rey, el tiempo se ha agotado, todo será destruido en muy poco tiempo. Los Señores de la eterna Visión han decretado el fin de tu reino. Agradece lo que se te ha dado y vete a vivir a la montaña hasta que seas viejo. Se te augura y promete una buena vida.
-Venerable Ewin el Guerrero de las Pléyades, mensajero de todos los lores, dueño de la virtud de la obediencia y la cordura, - dijo el rey con mucho cuidado -no comprendo lo que me dices, el pueblo está contento, el país está en paz, las cosechas son buenas y se ha hecho justicia en donde se ha podido.¿Acaso no debería ser recompensado o al menos no degradado a simple granjero?
Edwin lo miró con esa extraña mezcla de compasión y desdén que tienen los dioses mensajeros y le dijo -Morcabbia, tu reino ha sido excelente, ahora vete.
Los consejeros comenzaron a protestar a viva voz pidiendo la cabeza del recién llegado y jurando lealtad al rey. Morcabbia en cambio pidió silencio, se arrodilló frente a Edwin, respiró profundamente y se clavó una daga en el pecho. El silencio se hizo tremendo, pesado como hierro y largo como la noches de Aganestán. El vuelo de un ave que ingresó por la ventana pareció volver en sí a los presentes. El rey desapareció. Edwin desapareció. Ahora el reino está a la merced de las lagartijas y los demonios vestidos de humanos, chacales ansiosos de poder y sangre. En muy poco tiempo las piedras cayeron y los hombres dejaron de reír. Las mujeres perdieron su gracia y los niños parecían ancianos. Los enfermos no sanaban y el trigo y la avena se pudrían. Cinco meses duró aquello para desgracia del pueblo que un día fue feliz.
Del cielo descendió un ser parecido a un fuego viviente. El rostro vivo de la eternidad. A su lado Edwin de las Pléyades cantaba una canción. La tierra se abrió y tembló el mundo entero. Las piedras comenzaron a flotar y los mares estallaron en miríadas de gotas salinas endurecidas como flechas envenenadas.
Los que sobrevivieron gritaban e imploraban piedad. De pronto todo pasó, la oscuridad escondió el rostro de las fuerzas desatadas y todos durmieron.
De una carreta bajó el rey Morcabbia vestido con túnica morada y corona de platino y oro. La calma volvió a la lugar y en menos de lo que tarda un ciervo en pegar un salto todo volvió a ser como era.
-La vida se entrometió de nuevo- dijo Edwin y se fue. Para siempre.
Yo por mi parte espero ser recordado como aquel que inmortalizó este momento, soy solo un soldado pero me gusta escribir, quizás algún día me haga monje, se dice que en el monasterio enseñan las letras de varias lenguas. Un día será, un día.
LISANDRO DE COMMERSAN, 1978, EL ANTIREY, Ed. Chains Brothers
El guerrero de a pie, cubierto por una gran capa verde habló en un idioma incomprensible y la puerta fue abierta de par en par. Mientras tanto las doncellas de la feria en el centro mismo de la ciudad desplegaban toda su gracia con sus bailes típicos, la danena y la matocurpia. La nube siguió su camino y dejó al descubierto la gran torre central y todos gritaron de felicidad. Edwin ya estaba en el gran salón del gobierno y fue recibido con honores, el límpido cielo se consideró una buena señal y los consejeros del rey Morcabbia asintieron cuando éste les preguntó si debía recibir a aquel hombre de fama legendaria. Afuera seguía la fiesta, cantos y ruidos, risas y gritos animaban a la gente a sentirse plena de vida.
El rey pidió a Edwin que hablara y éste dijo
-Mi querido y buen rey, el tiempo se ha agotado, todo será destruido en muy poco tiempo. Los Señores de la eterna Visión han decretado el fin de tu reino. Agradece lo que se te ha dado y vete a vivir a la montaña hasta que seas viejo. Se te augura y promete una buena vida.
-Venerable Ewin el Guerrero de las Pléyades, mensajero de todos los lores, dueño de la virtud de la obediencia y la cordura, - dijo el rey con mucho cuidado -no comprendo lo que me dices, el pueblo está contento, el país está en paz, las cosechas son buenas y se ha hecho justicia en donde se ha podido.¿Acaso no debería ser recompensado o al menos no degradado a simple granjero?
Edwin lo miró con esa extraña mezcla de compasión y desdén que tienen los dioses mensajeros y le dijo -Morcabbia, tu reino ha sido excelente, ahora vete.
Los consejeros comenzaron a protestar a viva voz pidiendo la cabeza del recién llegado y jurando lealtad al rey. Morcabbia en cambio pidió silencio, se arrodilló frente a Edwin, respiró profundamente y se clavó una daga en el pecho. El silencio se hizo tremendo, pesado como hierro y largo como la noches de Aganestán. El vuelo de un ave que ingresó por la ventana pareció volver en sí a los presentes. El rey desapareció. Edwin desapareció. Ahora el reino está a la merced de las lagartijas y los demonios vestidos de humanos, chacales ansiosos de poder y sangre. En muy poco tiempo las piedras cayeron y los hombres dejaron de reír. Las mujeres perdieron su gracia y los niños parecían ancianos. Los enfermos no sanaban y el trigo y la avena se pudrían. Cinco meses duró aquello para desgracia del pueblo que un día fue feliz.
Del cielo descendió un ser parecido a un fuego viviente. El rostro vivo de la eternidad. A su lado Edwin de las Pléyades cantaba una canción. La tierra se abrió y tembló el mundo entero. Las piedras comenzaron a flotar y los mares estallaron en miríadas de gotas salinas endurecidas como flechas envenenadas.
Los que sobrevivieron gritaban e imploraban piedad. De pronto todo pasó, la oscuridad escondió el rostro de las fuerzas desatadas y todos durmieron.
De una carreta bajó el rey Morcabbia vestido con túnica morada y corona de platino y oro. La calma volvió a la lugar y en menos de lo que tarda un ciervo en pegar un salto todo volvió a ser como era.
-La vida se entrometió de nuevo- dijo Edwin y se fue. Para siempre.
Yo por mi parte espero ser recordado como aquel que inmortalizó este momento, soy solo un soldado pero me gusta escribir, quizás algún día me haga monje, se dice que en el monasterio enseñan las letras de varias lenguas. Un día será, un día.
LISANDRO DE COMMERSAN, 1978, EL ANTIREY, Ed. Chains Brothers