Y sin más lenguaje que el látigo de su voz, arremetió contra el ejército de demonios de metal que lo rodeaban. Como un fuego invisible quemó el rostro áspero y oscuro de sus perseguidores con el aliento cargado de azufre y gemas de obsidiana. Lavas, el druida negro de Orompur giraba en círculos como un tornado encarnado mientras vociferaba en la lengua perdida los conjuros prohibidos.
La orden había llegado desde el comendador en persona. Matar al druida era cuestión de estado. Borrar su huella de la faz de la tierra y persuadir con ello al olvido y la aceptación de los nuevos dioses. La sangre imantada con el hierro de los tiempos había impregnado las piedras y los árboles, el aire y las aguas pertenecían a los hombres del bosque y ellos le pertenecían al dios de la noche. Ningún mortal podía cambiar eso ni con las órdenes de cien reyes. El bosque tenía sus secretos. Oscuras y tenebrosas criaturas dormían bajo el manto de felpa y nácar, incrustados en los ríos, las cavernas y en el alma de esa tierra forzada por el sol a germinar seres bravos y mentes fuertes. La eterna llama que anidaba en aquellos corazones los impelía a una lucha constante.

CHARLES REYDAN, "EL DRUIDA NEGRO", 1865 (Ed. Parra & Bena)

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