Era la tierra sagrada. Un punto  de luz en el espacio.
Tal vez alguna clase de error voluntario por parte del Creador.
Como si hubiese querido engañarse a sí mismo, una trampa al ojo divino.

Se trataba de un pequeño pueblo insertado dentro de una inmensa ciudad. Había árboles, parques y un inmenso río cuyas aguas traían el llamado al vínculo con el otro mundo.
Las formaciones de nubes en aquellos espacios eran soberbias. Cualquier día nublado podían verse yunques gigantes, barcos voladores, dragones enfurecidos o solamente una bruma que convertía el horizonte en nada. Una puerta al infinito, un estallido de vacío. La llamada del más allá, una sombra del infinito desplegándose sobre el cielo.
Nacían de allí astromelias y totoras.; líquenes y papiro, sauces, paraísos y jacarandaes.
Volaban halcones, búhos blancos y graciosos pajarillos de colores.

Para vivir allí había que aprender ciertas reglas, un código sumamente dificultoso para los extraños pero natural y lógico para los amantes de aquel refugio. Las puertas a las otras dimensiones encontrábanse por todos lados. Invisibles.
Detrás de la aparente calma del lugar pulsaban fuerzas cósmicas.
Esto no significaba de ninguna manera que sus gentes tuvieran conductas extrañas ni que pudieran ser distinguidas del resto de los habitantes de la gran ciudad. Las personas hacían compras, discutían, barrían las hojas posadas en otoño sobre las veredas, arreglaban cables y canillas. También se estudiaba y algunos se casaban, tenían hijos y había colegios, centros de curación y pizzerías.
Todo era una tapadera. Todos interpretaban un rol de personas comunes con el solo objetivo de que nadie descubriera el secreto de aquella porción de paraíso. Así, si algún curioso, visitante o incluso familiar paseaba por la zona, todos los habitantes, en confabulación secreta, redoblaban esfuerzos para parecer tan normales que alguno incluso podría pensar que eran gentes aburridas.
Solo un ojo entrenado podría haber percibido pequeños guiños, un gesto de pase, una sonrisa cómplice. El entrenamiento era tan perfecto que incluso habían llegado turistas y se habían ido un tanto decepcionados, sin siquiera sospechar que habían pisado el suelo del cielo.
Para aquellos que se instalaban a vivir, el aprendizaje era dificultoso. Primeramente debían poder visualizar en un solo golpe de vista a los locales y notar las diferencias con eventuales visitantes y aún más con invasores disfrazados de amigos.
El entramado era de tal complejidad que los locales podían distinguir entre cuatro clases de extraños clasificados de la siguiente manera: paseantes inocuos, amigos de la casa, inmiscuidos e indeseables.
En aquella lista no había por cierto ningún  componente subjetivo, ni de orden económico o social.
Era una formulación científica que medía los "grados de avenencia" con la estructura orgánica de la matriz energética del espacio.
Simplemente medía la capacidad natural o adquirida de armonizar y crear vínculos con esa tierra.
Las especies acuáticas, los pájaros y en especial el mundo vegetal con los árboles a la cabeza, debían aceptar al individuo o rechazarlo para siempre.
Las compuertas a otras dimensiones no estaban abiertas al público en general, de hecho la mayoría de los habitantes y naturales de lugar desconocían su existencia. Tampoco pensaban ese espacio como perteneciente a alguna clase de plan divino u orden universal. Estaba todo en el instinto. Tal era la sutileza y fortaleza de aquel mundo. Todos sabían y nadie sabía. Cada uno participaba tocando el instrumento asignado por las coordenadas de la vida en perfecta armonía con el resto de aquella orquesta invisible. Las personas podían de alguna manera oír la melodía segregada en aquella experiencia pero lo hacían en un nivel muy profundo de su ser, de modo que nunca jamás su mente racional podría interferir en el proceso. Así se garantizaba la continuidad del sistema.
La tierra sagrada está protegida. Nadie sabe que existe. El universo vegetal emite las claves vibratorias que hacen fluir allí, un aliento de vida, un inmenso campo que pulsa, vibrante, hacia una nueva configuración del Ser. Algo así, como la antesala de Dios.

VICTOR OSIRIS LAPRADERITA, 1989 "SECRETOS EN LAS TIERRAS DE DIOS" (Ed. Paula)

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