El entramado era complejo.
Las redes que sostenían la estructura de aquella inmensidad se deslizaban más que tensarse y eso complicaba aún más la situación.
Todos los participantes miraban entre perplejos y azorados el ocaso del mundo.
Las nociones acerca del bien y del mal, de la verdad o la mentira y en especial de la materia y lo intangible se desvanecieron con tal rapidez que ningún humano podría haber comprendido algo sin enloquecer de terror.
La carga contenida en aquel evento de proporciones épicas era de una naturaleza invasora, intrusa, avasallante e incotrolable.
La tensión entre lo esperable y lo impensable fue llevada al límite de lo soportable.

Por otro lado las experiencias previas hacían que todo tuviera sentido aunque de una manera extraña y lejana.
Todos los habitantes de aquel lugar habían tenido los mismos sueños y los eventos -por trágicos que fueran- parecían solo ser una confirmación de aquellas vivencias mientras dormían y fueron tomados con curiosa aceptación.
Una carga de un millón de un trillón de voltios se abatió en un instante sobre aquel poblado de granjeros y cazadores. No hubo muertos, no hubo daños y ni siquiera quedaron rastros de aquel evento. La tierra quedó imantada con tal potencia que todos de pronto podían volar. Se deslizaban como delfines aéreos entre las nubes y subían y bajaban en picada para quedar suspendidos a unos pocos centímetros del piso. Los niños jugaban a atraparse realizando toda clase de piruetas y los perros intentaban morderse la cola dando círculos en el aire.

ROMAN SKÖLLINGER, 1987 "MARAVILLAS DEL CIELO" (Ed. Ostrom-Salcedo)

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