El carro era tirado por alacranes gigantes. Brillantes bestias rojas y negras, lustrosas y de fulgurante mirada como de aceite hirviendo
En medio de aquella masacre, los Señores Oblicuos se movían con parsimonia y cuidado, entre los muertos y los vivos, como si ni nada de aquello les interesara particularmente. Buscaban algo. Miraban alrededor desde lo alto del carruaje negro de pequeñas ventanas y cortinados púrpuras. Uno de ellos, alto y calvo, observaba por un binocular de bronce con incrustaciones de rubíes. A través de los lentes de un raro cristal de obsidiana pulido podía ver las marcas trazadas por el destino sobre las frenes y las muñecas de los humanos. Escritas en el idioma de la eternidad, se veían como tatuajes verdes y brillantes. El otro Señor Oblicuo, sentado a del otro lado observaba con una semi sonrisa el dantesco espectáculo de cuerpos rotos entre lagos de sangre. Algunos que aún permanecían vivos, clamaban por ayuda, otros por que los remataran de una vez por todas para aliviar su sufrimiento y a sabiendas de que ya todo estaba perdido.
Los alacranes se abrían paso sin dificultad, seccionando cuerpos al medio con cada pisada y sus patas chorreaban rojo líquido vital. El carro era conducido por un cochero que cubría su cuerpo con unas mantas negras y su cabeza con un gran sombrero de alas anchas y un broche de oro que sostenía el tocado de fina seda carmesí. Inmutable y sereno, marcaba la dirección del coche y sostenía un látigo de fuego eléctrico y azul con el que lastimaba a las bestias.
El de los binoculares de pronto detuvo su vista sobre algo en particular. Sobre la frente de uno de los moribundos había una marca particular, diferente a las demás, parecía prenderse y apagarse como si se le acabara la energía. Tomó un papel y una pluma y anotó con sumo cuidado lo que veía y le pasó la nota al otro hombre que lo miró y le hizo una seña al cochero que se detuvo.
La puerta se abrió y el ambos bajaron del coche de un salto. Al tocar la tierra algo vibró y se movió en el suelo. Incluso se levantó algo de polvo. El peso específico de aquellos seres era de tal magnitud que fue como si cayeran dos piedras gigantes del cielo. Avanzaron sin embargo con agilidad y a cada paso reverberaban las hojas de los árboles y algo se alteraba en el ambiente natural. Se acercaron al de la extraña marca y con un extraño artefacto de metal y madera, le arrancaron la piel de la frente dejando un cráneo pálido y blanco a la vista. Cuando se retiraron, el hombre aún seguía vivo, a ellos no les importaba. No había crueldad en sus actos. Fueron a buscar una señal y la consiguieron.

OLSEN NAARWENIN, 1987 "DE LAS ESTRELLAS SIN AMOR" (Ed Pillaa-Narváez)

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