La invasión estaba a punto de concretarse. Los cañones de silicio y azufre comprimido apuntaban en dirección hacia el puerto. Treinta mil soldados aguardaban la orden escondidos entre matorrales y juncos. Cuarenta fieras salvajes entrenadas para la matanza y del tamaño de tigres inmensos aguardaban encadenados y hambrientos ser soltados para devorarlo todo a su paso. Para evitar ser víctimas de los mismo, los entrenadores de las fieras usaban un perfume que les disgustaba.
El general Akzo repasaba el plan y sus asistentes disponían los detalles.
Dentro del castillo, a la orilla del gran mar, la situación era completamente diferente. Había una absoluta  indiferencia a lo que podría preverse como la inminente caída del reino de Hawa. Los comandantes designados para proteger la ciudad comían y bebían en cantidades mientras presenciaban espectáculos de danza subidos de tono. Los soldados, que en otro momento hubiesen estado prestos al combate habían sido dados de alta y liberados, y la ciudad parecía una presa fácil, casi un regalo para el enemigo.
Akzo era un guerrero con muchas batallas grabadas en el cuerpo en forma de cicatrices. Su experiencia y olfato le indicaban que había algo extraño en aquella situación. Estaba acostumbrado a la excitación previa a la guerra y sabía por sus informantes que dentro de la fortaleza estaban aún de fiesta como si no supieran del ataque. Pero sabían. Su espía había mandado la señal con toda certeza. Sabían y no les importaba. Akzo meditó sobre el tema en soledad y silencio y concluyó que debían contar con algún arma secreta o con una ayuda inesperada y poderosa.
Decidió retirarse.

MARISSA LOHENGRIMM, 1899, "SITIOS FAMOSOS" (Ed. de los archivos del Senado)

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