La sensación era que las aspas de aquellos molinos estaban afiladas como navajas finlandesas.
Giraban a gran velocidad movidas por el viento sirio y en su furioso rodar a miles de kilómetros por hora parecían cortar el escaso aire en partículas pequeñas y delicadas como esquirlas de metal pulido.
Entre el fuego la memoria de los presentes se hacía borrosa.
Las llamas ascendían en círculos crepitando y desgarrando la humareda verdosa y púrpura espectral. Era un fuego vivo que revivía viejas heridas, punzantes olvidos guardados en el pasado del olvido. Cada flama era como una inyección en las córneas, un alumbramiento doloroso a la luz del momento y a la lúcida percepción de la frontera de los elementos, el límite material que separa para dejar espacio al necesario resplandor adyacente que hace de invisible colchón entre los seres y los objetos.
Al crecer aquella fogata arremolinada y salvaje, buscando su alianza con las estrellas para volver a ser uno con la esencia de sí mismo, desprendía hacia los costados, brillantes luces refulgentes y picantes.
El cielo se abrió.
Un agujero de proporciones descomunales volvió negro al mundo y el fuego ascendió.
Más y más alto, espeso y vidrioso, refulgente y voraz, consumía a su paso el ya escasísimo oxígeno que aún restaba y que nos era tan necesario para sobrevivir, al menos hasta el próximo día, en el que la síntesis de la luz y el universo vegetal, formaran nuevamente una porción de respirable materia.
Alguien alcanzó a gritar que aquella conjunción de macabra luz espectral debía ser detenida.
Algo en nuestro instinto actuó con repentina celeridad y nos abalanzamos con arena y piedras sobre el punto nodal del génesis de aquel fenómeno incendiario.
Al mermar el efecto perforador de las uñas del fuego, el cielo volvió a cerrarse y cicatrizó con ayuda del helado viento de las alturas.
Tapamos los vestigios de aquella mala idea y nos fuimos para no volver nunca.
Los ciento veintidós molinos alineados en diagonal al río nos observaban silenciosos y el girar de sus aspas también se detuvo.
Todo se volvió silencio y soledad.
La suave brisa que solía acompañar el anochecer en aquel paraje parecía haberse desconectado del mundo.
Total quietud, ausencia de vida, despojo de pulso vital.
Caminamos lento hacia un horizonte que no prometía mejores días y sin embargo hacia allí nos dirigimos, hacia un corredor virgen e irreal, a la antesala de los dioses.

JÜRGEN MOTERKRAFT, 1967 "ODIN EN LA TIERA" (Ed. Sällegern)

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