Tan exquisita era la mirada del hada que los hombres se perdían en sus ojos y algunos despertaban días más tarde, sin sus ropas y sin sus almas.
Una miríada de estrellas se veía en el iris ígneo de aquellas criaturas.
No eran malas. Tampoco buenas. Eran sencillamente parte de la naturaleza: meta seres.
Entes sin más propósito que servir a la armonía del funcionamiento universal. Así de pequeñas, así de relevantes.
Las hadas de Pringmore volaban y se manifestaban entre los audaces que se aventuraban al bosque prohibido tentados con las historias de tesoros incalculables o en busca de promesas de inmortalidad.
Estaba prohibido y eso lo sabían todos.
Aún así se decidían por atravesar el muro invisible que separaba el reino de los mortales del dominio de los elementales.
El precio era sabido y consistía en la pérdida de algo valioso que en cada humano podía ser algo distinto, según cuales cosas adorara, quisiera o amara.
La promesa de una totalidad en plena concordancia con todos los seres ocultos a los ojos y oídos era tentación difícil de rechazar o ignorar.
Incluso fuertes guerreros, hijos de mil batallas, habían perdido allí sus memorias, habilidades o deseos. Algunos volvieron sin siquiera el ímpetu que los había hecho poderosos.
Otros volvían con nuevos intereses alejados de sus verdaderas posibilidades, constituyendo una maldición sin cura.
Y sin embargo, y a pesar de las advertencias de los ancianos y de las brujas, cientos de bravos insensatos ingresaban por su propia voluntad en el oculto reino de la esfera aérea.
Allí los esperaban, tiernas y dulcísimas criaturas aladas, con trenzas blancas y rojo carmesí.
Ojos inolvidables y figuras gráciles. Bocas húmedas de anhelo. Apenas vestidas con sedas y tules, volaban entre los árboles con la liviandad de la pluma y la energía del rayo.
Cuando de pronto, el incauto lograba atraparlas, preso de su ambición, una sola mirada bastaba para que toda su fuerza y fijeza de propósito se perdiera para siempre y el arrobamiento los convertía en las víctimas de un sacrifico deseado e irrevocable
Las hadas de Pringmore se hacían fuertes con cada alma, absorbían el soplo divino y lo llevaban a un lugar secreto, en el que permanecerá hasta el fin de los tiempos.
SEAN BARANNEN, 1149 "CELTIC PRINGMORE TALES" (Ed. Raenlin)