Con cada pizca de sal y sobre las márgenes de un espacio dorado, los poetas se indujeron a probar las mieles de sus propias creaciones.
Las vírgenes de piedra, los leones amarillos, el pez espada forjado en hierro y en los cientos de muros del laberinto cubierto de enredaderas y flores, se erguía la más imponente de las ciudadelas en el colectivo mental de la sociedad más secreta que formaron los brujos, hecha de pura materia y regada con luz.
El silencio pesado de la eternidad esculpida en barro seco, desprendía ondas sonoras que rebotaban una y otra vez en las paredes cubiertas de mármol rojo.
Sintiéndose solo, Arbos miró el cielo cargado de nubes naranjas e intentó comunicarse con alguna criatura viviente. Buscaba una respuesta, al menos una eco.
El pórtico se había cerrado hacía ya mucho tiempo y fue él mismo quien apuró su clausura.
Quedó solo inmerso en la más grandiosa de las construcciones, bella, gigante y siempre en movimiento. Al comienzo disfrutaba de sentirse intocable, seguro y sobre todo diferente, pero con el tiempo aquellas murallas se volvieron opresivas confinándolo a mirarse en el espejo de su propia creación.
Aún no había llegado al instante en que el arrepentimiento le estrujara el alma pero si en cambio ya podía percibir su curiosa limitación.
Todo había sido creado por su imaginación y ahora el mismo mundo al que había dado vida reclamaba su atención, su amor y su cuidado.
Huyendo de un mundo construyó otro a su medida, más colorido y protegido, con cielos infinitos y fantásticos paisajes. Pero los hijos de los hijos de sus sueños más profundos comenzaron a crecer y a reclamar su lugar.
De la nada aparente nacieron hijos voraces.
Desde el fondo de los mares aparecieron criaturas nunca nombradas y desde las torres comenzaron a vislumbrarse fuegos rojos que Arbos nunca había pensando encender.
Y una mañana comenzó a correr.
Con el poco aire que le quedaba, se lanzó a la búsqueda de seres de lo invisible a lo que creía invasores y aún caníbales de su mente.
Comenzó a volverse suspicaz. La sospecha continua fue la antesala de pensamientos oscuros.
A medida que avanzaba por los pasillos buscando el origen de las voces y la fuente de las visiones sentía que todo se alejaba, como si las calles crecieran delante de él, estirándose y doblándose sobre sí mismas para nunca terminar ni jamás ser pisadas.
Se detuvo frente a un puerta de madera oscura que no recordaba haber creado, acercó su mano y la encontró abierta. Ingresó como un expedicionario a tientas y con paso lento.
Prendió su linterna de kerosene y ante su sorpresa vio escaleras interminables que se perdían en la bruma hacia arriba y hacia abajo.
No sintió miedo sino mas bien un cosquilleo intenso en el vientre y sudor en las manos, una excitación, una curiosidad primitiva que hería la mente pero aligeraba al cuerpo volviéndolo audaz.
Al correr sintió como si la sangre se hubiese licuado al punto de fluir a la velocidad de las aguas de los rápidos, arrasando con todo, limpiando su interior, puliendo sus venas y limpiando su mente a los que percibía como intestinos invisibles.
Transpiraba intensamente. Su corazón latía tan fuerte y tan rápido que el sonido rebotaba en las paredes haciendo un eco interminable como el ronroneo de un gato salvaje.
De pronto se detuvo. La linterna bamboleante en la mano, la respiración agitada.
Delante de él y rodeado de rayos de oro, había una joven apenas cubierta con un vestido liviano de seda blanca. Era bella y su mirada espejaba universos enteros, lunas, soles y oscuridades mezclados y bailando entre un sin fin de galaxias azules, púrpuras y rosadas de tal intensidad que quemaban la vista y derretían su mente.
Pensó en ese momento detenido como una coronación en el instante preciso en que colapsan los mundos, que en aquellos ojos se habían estampado las huellas digitales de Dios.

LORD JON IMBRINGTON, 1897 "LOS COLLARES DE LA LUZ" (Ed. Parks, Tow & Jerr)



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