Desbocado y furioso, se encontró solo y a merced de los elementos.
El agua y la tierra convertían en lodo y fango su universo afectivo. Con aire y fuego alimentaba sus pensamientos.
Aún en la mortecina zona en donde el ojo era ciego, distinguía casi por instinto su impulso asesino.
El ánimo inflamado por un odio ancestral, inespecífico y punzante le invitaba a ser cruel.
Su ansia de huida era tan intenso que el estómago se le hacía un mar vacío, una gruta gélida llena de pájaros con augurios terribles.
No había encanto en aquella situación, solo martirio y desolación; cientos de preguntas que jamás tendrían respuesta y conflictos aún no nacidos esperando ansiosos su turno, su momento.
Abjuraba de su pasado como un enajenado sin memoria y esperaba que el futuro se le planteara sin pedir explicaciones y sin deudas que saldar. Por otro lado sabía que eso era imposible y que el cobrador pasaría, en el momento que le pareciera, sin avisar y sin misericordia.
El secreto mejor guardado era el que nunca se expresaba y ese pensamiento que en su mente latía con el pulso de un compás acelerado, lo llevaba a masticar por horas demasiado largas, la angustia, el miedo y la desazón.
Una llama comenzó a formarse en su vientre. Roja y caliente como mil infiernos, se expandió por todo su interior y llenó de ceguera su mente. Al mismo tiempo y como la más sucia de las trampas del destino, todos los líquidos de su cuerpo se enfriaron hasta casi congelarse, ralentando sus reacciones, imprimiendo un ritmo mortuorio a sus órganos. Frío y calor al unísono jugando a un contrapunto espectral con el único objeto de provocar una visita a la antesala de la muerte.
Así se sentía. Callando las voces que lo atormentaban a fuerza de palabras y frases que como una invocación realizaba ya casi sin la implicancia de sentido alguno pero con la esperanza de que ocurriera el milagro de la disolución de esa sensación de espasmo permanente.
El cielo se abría frente a sus ojos en el medio del momento más amargo como una promesa. Y como toda promesa nacida de la ilusión, se desvanecía entre nuevas formas de engaño.
Invertebradas y sutiles, cada una de sus ideas se reivindicaban a sí mismas con los blasones y los pergaminos de la perfección de planteos cristalinos.
Cuando sentía hambre, tendía a posponer la satisfacción de su apetito solo para prolongar la angustia y el pánico a la desaparición con el único y secreto objeto de sentir el placer de la vuelta a la vida, el instante en que su existencia puesta en jaque se reincorporaba a sí misma en el vértigo del alivio inmediato.
Sentía que la mera evidencia de verse frente a un espejo lo autorizaba a suponer como válida la premisa de su existencia. Sin embargo y pese a la claridad con la que se veía, nunca llegaba a reconocerse del todo. Era un extraño para sí mismo. Apenas si podía diferenciarse de otros. Y si alguien osaba interferir en el proceso de negación de sí mismo, echaba mil maldiciones y juraba eterna enemistad hacia el infractor. Imposible era y además peligroso, que alguien desafiara su creencia de limitación. Podía conjurar mil demonios antes de permitir el más mínimo acento de duda sobre sus potencialidades porque la única persona a la que autorizaba a esa tarea era a sí mismo.
La duda como poción siniestra que envenenaba su alma y sus mejores y más puros deseos, estaba ya inmersa en su mente como una vacuna contra el deseo de libertad. Algo así como una inyección tan profunda y dolorosa que su propio sistema nervioso la olvidó por completo para poder seguir viviendo y comiendo y riendo. Pero un líquido frío y gelatinoso tomó cuerpo en su espina dorsal y desde el centro de la médula pulsaba en clave de impotencia poniendo un ejército de lobos hambrientos a correr por entre los intersticios de las zonas más remotas en inaccesibles de su materialidad para devorar con ansia las más hondas aspiraciones y los deseos más tiernos.
A la velocidad de la desesperación, los rudimentarios choques eléctricos que recibía por dentro desplazaban a las fuerzas más suaves de la fortaleza. La guerra parecía perdida y las murallas tomadas por asalto.
Pero el reino no estaba aún del todo perdido. Dentro de la cámara real, había aún un ser coronado, un estandarte y un hierro forjado en el fuego que lo quemaba y con esas armas tenía alguna chance de sobrevivir.
Tomó su espada y cortó los hilos que lo habían convertido en marioneta y sus brazos cayeron con un golpe seco chocando sus manos contras sus piernas. Blandiendo sin demasiada dirección pero con la fortaleza de los moribundos, mató algunos demonios de increíble poder, alojados en el centro mismo de su ser. Levantó su propio estandarte con las pocas fuerzas que le quedaban y con gritos inaudibles mostró su bandera amarilla con la gran escalera negra y el pájaro. Con los brazos en alto lo hizo visible hacia las cuatros esquinas para que todos y cada uno de los intrusos la viera.
Sus músculos invisibles se contrajeron mostrando cada fibra como un canal de poder y sus venas hinchadas revivieron entre la espesura de los cuervos acumulados en su interior por años de desaprensivos cuidados.
Una vez realizado su acto de poder, se coronó a sí mismo con el símbolo único de su propia estirpe.
Cuando despertó no sabía si había sido pesadilla o revelación profética pero pudo intuir de manera muy profunda que sino de ausencia había llegado a su fin.
Algo o alguien había resquebrajado los cimientos de las estructuras más arcaicas hasta hacer pedazos cada piedra y cada muro. El reino de su interioridad estaba siendo recuperado. Las pérdidas habían sido importantes, miles de soldados de la causa habían perecido y otros tantos estaban en coma mientras muchos huyeron descorazonados y pálidos de terror.
Sin embargo un nuevo tono en su voz lo sorprendió por completo. Como si las cuerdas se hubiesen calibrado y ahora estuviesen afinadas en otra nota, en una clave por completo desconocida y en la cual se sentía por primera vez, libre, desinflado y liviano.
AURORA APIS, 2012 "MAS QUE NADA, LA INMENSIDAD" (Ed. SS&X)
El agua y la tierra convertían en lodo y fango su universo afectivo. Con aire y fuego alimentaba sus pensamientos.
Aún en la mortecina zona en donde el ojo era ciego, distinguía casi por instinto su impulso asesino.
El ánimo inflamado por un odio ancestral, inespecífico y punzante le invitaba a ser cruel.
Su ansia de huida era tan intenso que el estómago se le hacía un mar vacío, una gruta gélida llena de pájaros con augurios terribles.
No había encanto en aquella situación, solo martirio y desolación; cientos de preguntas que jamás tendrían respuesta y conflictos aún no nacidos esperando ansiosos su turno, su momento.
Abjuraba de su pasado como un enajenado sin memoria y esperaba que el futuro se le planteara sin pedir explicaciones y sin deudas que saldar. Por otro lado sabía que eso era imposible y que el cobrador pasaría, en el momento que le pareciera, sin avisar y sin misericordia.
El secreto mejor guardado era el que nunca se expresaba y ese pensamiento que en su mente latía con el pulso de un compás acelerado, lo llevaba a masticar por horas demasiado largas, la angustia, el miedo y la desazón.
Una llama comenzó a formarse en su vientre. Roja y caliente como mil infiernos, se expandió por todo su interior y llenó de ceguera su mente. Al mismo tiempo y como la más sucia de las trampas del destino, todos los líquidos de su cuerpo se enfriaron hasta casi congelarse, ralentando sus reacciones, imprimiendo un ritmo mortuorio a sus órganos. Frío y calor al unísono jugando a un contrapunto espectral con el único objeto de provocar una visita a la antesala de la muerte.
Así se sentía. Callando las voces que lo atormentaban a fuerza de palabras y frases que como una invocación realizaba ya casi sin la implicancia de sentido alguno pero con la esperanza de que ocurriera el milagro de la disolución de esa sensación de espasmo permanente.
El cielo se abría frente a sus ojos en el medio del momento más amargo como una promesa. Y como toda promesa nacida de la ilusión, se desvanecía entre nuevas formas de engaño.
Invertebradas y sutiles, cada una de sus ideas se reivindicaban a sí mismas con los blasones y los pergaminos de la perfección de planteos cristalinos.
Cuando sentía hambre, tendía a posponer la satisfacción de su apetito solo para prolongar la angustia y el pánico a la desaparición con el único y secreto objeto de sentir el placer de la vuelta a la vida, el instante en que su existencia puesta en jaque se reincorporaba a sí misma en el vértigo del alivio inmediato.
Sentía que la mera evidencia de verse frente a un espejo lo autorizaba a suponer como válida la premisa de su existencia. Sin embargo y pese a la claridad con la que se veía, nunca llegaba a reconocerse del todo. Era un extraño para sí mismo. Apenas si podía diferenciarse de otros. Y si alguien osaba interferir en el proceso de negación de sí mismo, echaba mil maldiciones y juraba eterna enemistad hacia el infractor. Imposible era y además peligroso, que alguien desafiara su creencia de limitación. Podía conjurar mil demonios antes de permitir el más mínimo acento de duda sobre sus potencialidades porque la única persona a la que autorizaba a esa tarea era a sí mismo.
La duda como poción siniestra que envenenaba su alma y sus mejores y más puros deseos, estaba ya inmersa en su mente como una vacuna contra el deseo de libertad. Algo así como una inyección tan profunda y dolorosa que su propio sistema nervioso la olvidó por completo para poder seguir viviendo y comiendo y riendo. Pero un líquido frío y gelatinoso tomó cuerpo en su espina dorsal y desde el centro de la médula pulsaba en clave de impotencia poniendo un ejército de lobos hambrientos a correr por entre los intersticios de las zonas más remotas en inaccesibles de su materialidad para devorar con ansia las más hondas aspiraciones y los deseos más tiernos.
A la velocidad de la desesperación, los rudimentarios choques eléctricos que recibía por dentro desplazaban a las fuerzas más suaves de la fortaleza. La guerra parecía perdida y las murallas tomadas por asalto.
Pero el reino no estaba aún del todo perdido. Dentro de la cámara real, había aún un ser coronado, un estandarte y un hierro forjado en el fuego que lo quemaba y con esas armas tenía alguna chance de sobrevivir.
Tomó su espada y cortó los hilos que lo habían convertido en marioneta y sus brazos cayeron con un golpe seco chocando sus manos contras sus piernas. Blandiendo sin demasiada dirección pero con la fortaleza de los moribundos, mató algunos demonios de increíble poder, alojados en el centro mismo de su ser. Levantó su propio estandarte con las pocas fuerzas que le quedaban y con gritos inaudibles mostró su bandera amarilla con la gran escalera negra y el pájaro. Con los brazos en alto lo hizo visible hacia las cuatros esquinas para que todos y cada uno de los intrusos la viera.
Sus músculos invisibles se contrajeron mostrando cada fibra como un canal de poder y sus venas hinchadas revivieron entre la espesura de los cuervos acumulados en su interior por años de desaprensivos cuidados.
Una vez realizado su acto de poder, se coronó a sí mismo con el símbolo único de su propia estirpe.
Cuando despertó no sabía si había sido pesadilla o revelación profética pero pudo intuir de manera muy profunda que sino de ausencia había llegado a su fin.
Algo o alguien había resquebrajado los cimientos de las estructuras más arcaicas hasta hacer pedazos cada piedra y cada muro. El reino de su interioridad estaba siendo recuperado. Las pérdidas habían sido importantes, miles de soldados de la causa habían perecido y otros tantos estaban en coma mientras muchos huyeron descorazonados y pálidos de terror.
Sin embargo un nuevo tono en su voz lo sorprendió por completo. Como si las cuerdas se hubiesen calibrado y ahora estuviesen afinadas en otra nota, en una clave por completo desconocida y en la cual se sentía por primera vez, libre, desinflado y liviano.
AURORA APIS, 2012 "MAS QUE NADA, LA INMENSIDAD" (Ed. SS&X)