El contacto más íntimo con la superficie solo era posible soslayando el hecho de que el dolor era parte necesario del proceso.
Así las agujas que nos clavaban en la sien y en el pecho solo nos hacía preguntarnos acerca de la existencia de un propósito que no fuera simplemente sufrir por el mero hecho de haber nacido.
Nada se comparaba con el dolor que experimentábamos durante la exposición a los rayos elementales. Los golpes, azotes y descargas eléctricas en los oídos solo eran parte de un proceso más intrincado que perseguía un fin que no alcanzábamos a comprender y que sin embargo sospechábamos que existía. Luego de un tiempo nos acostumbramos tanto que el dolor era parte necesaria de nuestras almas así como la comida para el cuerpo. El impulso natural de vivir nos había convertido en seres-reflejo con condicionamientos muy fuertes. Esperábamos con ansias el látigo y sufríamos en silencio si no nos torturaban lo suficiente. Incluso resolvimos golpearnos y lastimarnos unos a otros con tal de no dejar de percibir aquella sensación intensa de la adrenalina revoloteando por el cuerpo como burbujas inquietas.
Las capas negras que nos proveían nos daban un aire de importancia y en el entorno monástico que se respiraba en las salas nos sentíamos los elegidos en un mundo de indiferencia.
Un día todo cambió. Las paredes se vinieron abajo y los tanques ingresaron al recinto sagrado. Nuestros amos fueron muertos a balazos y nosotros liberados. No nos interrogaron ni nos sometieron a ninguna forma de maltrato. Fue la experiencia más atroz que habíamos tenido y algunos murieron allí en el acto por sobredosis de químicos de reacción pre elaborada y no convocada.
Fuimos abandonados a nuestra suerte, al hambre y a la miseria, perdidos entre personas que no sabían que hacer con nosotros. Parias en un mundo de desgraciados y ausentes delante de todos, resolvimos que la única forma de sobrevivir sería hundiéndonos en el fango de la propia carnalidad y en el entrevero de las guerras de pandillas urbanas en este mundo ordeñado y vacío.
Al comienzo fue difícil, nos disputábamos el poder y el liderazgo, el botín y los territorios. Inmorales como éramos y sin un alma que perder, descosíamos los delgados entramados de las sociedad apoderándonos de todo.
La muerte no era un problema y tampoco la mutilación.  Solo nos preocupaba una cosa: la falta de estímulos salvajes. Habíamos nacido para ser bombas energéticas desplegadas para reaccionar con fiereza y nuestro mayor miedo era no poder contener el agudo efecto de que estallaban de nuestras hormonas y de cada glándula y cada porción de carne. La sangre se nos volvía tan líquida que literalmente sudábamos sangre. El aire se volvía rojo entre el vapor y el calor extremo y con ello algunos incluso se drogaban inhalándolo todo y la llamaban "miel aérea". Los pies llagados y cauterizados con alcohol se habían acostumbrado a caminar sobre pavimento hirviente o vidrios rotos, incluso sobre el ácido sin que se nos moviera un párpado. El aire espeso y contaminado no nos hacía mella; podíamos respirar sulfuros y azufre y regocijarnos de placer. Los pocos que aún tenían cabellos se los arrancaban con gusto y se clavaban hierros punzantes en el cráneo que salían como una afilada y poco ortodoxa cresta distintiva y peligrosa. Hubo quienes desearon tener un solo ojo y se arrancaban el otro para colgarlo como decoración en una oreja o clavarlo en sus uñas. Los dientes merecen una mención aparte ya que nos arrancábamos las muelas y las usábamos como decoración en la frente o en el entrecejo. Los más románticos se los colgaban del cuello junto con las uñas de los pies.
Hasta que todo terminó.
Un día llegaron los hombres con largas mangueras y nos escupieron fuego.
Quemaron a casi todos y miles de hombres y mujeres criados como mutantes fueron incinerados vivos.
Fue un día triste. Logré escapar solo porque mi piel grasosa se había vuelto ignífuga y las balas me resbalaban en un raro caso de fortaleza no deseada, un héroe de nadie construido en el anonimato para salvación de nadie.
Corrí tanto como mis piernas quebradas por los golpes podían resistir. Me refugié en un asilo para dementes y fue una sabia elección. Allí entre los desquiciados obtuve alimento en abundancia. Saboreé la carne de la demencia y puedo decir que sabe bien. Luego de vaciar ese penal maldito, corrí por las calles en busca de una cura para el hambre. Diseñé una vacuna que me volvió a cierto grado de normalidad moderando mi apetito. Hoy como presidente de todos los pueblos del mundo puedo decir que he trascendido de escoria inacabada a lugarteniente de la voluntad de algún ser cuyas intenciones no comprenderemos nunca.

ALDANA VERTAMPPER, 2011 "EL INCENDIO DUPLICADO" (Ed. Porä & Stettling)

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