El Gran Gusano estaba a punto
de alcanzarnos.
Su plasticidad eléctrica y sus
colores nos hacían pensar lo peor. Sabíamos que los tornasolados eran los más
peligrosos y que su aliento era equivalente a la furia de mil volcanes. Un
ácido azufroso y caliente carcomía el aire dejando apenas lo suficiente para
respirar. El efecto moteado y brilloso de la capa de escamas cegaba mientras su
reflejo provocaba destellos todo a su alrededor como una invasión de mariposas
de plata.
Emergió de la tierra
resquebrajada y seca rompiendo la corteza y arrojando pesadas piedras hacia
todos lados. Una polvareda intensa tornó el cielo en una cortina negra que
escupía rocas.
Con la fuerza que tenían los
devoradores de hombres, como los llamaba desde la antigüedad, parecía salir
expulsado del infierno. Chispas de fuego saltaban hacia todos los costados por
el roce entre las escamas de acero y la tierra. Lo vimos todos. Era majestuoso
en su inmunda presencia. Lejos de ser bello, sus movimientos tenían la gracia de
una anguila y sus movimientos eran tan veloces como impredecibles.
Corrimos lejos de su alcance
intentando adivinar sus próximos movimientos. Algunos murieron aplastados por
las mismas rocas que ahora caían del cielo. Otros fueron quemados vivos por el
aliento tenebroso.
Concluida su presentación
espectacular entre fuego y ruidos estruendosos, se conformaba con arrastrarse
suave y sinuoso observando todo con sus seis ojos dispuestos de tal forma que
tenía un visión de casi trescientos sesenta grados lo cual hacía imposible
intentar escapar de su vista.
Los Grandes Gusanos no eran en
realidad devoradores de hombres. Las muertes ocurrían casi sin su intención ni
conocimiento en el inmenso desparramo que ocurría al movilizarse.
Como toda criatura del mundo
de los antiguos, su presencia era en verdad una bendición. Agradecíamos que aún
existieran ya que eso significaba que todos las otras historias de los antiguos
también eran ciertas. Y eso era, en algún sentido, reconfortante. La noción de
que aún vivían en lugares recónditos y secretos, hacían que nuestro mundo se
ampliara, se expandiera hacia el pasado y le daba cuerpo al presente.
Así, de manera curiosa, la
muerte redimía el desencanto y las víctimas de aquellas bruscas embestidas se
convertían en mártires por efecto de una noción colectiva de trascendencia. Los
que logramos sobrevivir, nos hicimos más fuertes, menos temerosos y
creyentes.
PILLURO DE SÁSCOLA, 1983
"HISTORIAS DE LAS TIERRAS DE SAJASIA" (Ed. Möhrer)