Con cada signo expresado como infortunio o dolor, su alma empequeñecía sus ambiciones hasta convertirlas en arena y polvo seco.
Ningún fuego para inmortalizar su legado ni rojos y amarillos fulgurantes para iluminarle el sendero. Tampoco la frescura del agua ni la paz de la sombra.
Desnudo a los ojos del cielo, se perdió en pensamientos que de tan serenos parecían provenir de la antesala de la muerte.
En algún espacio y tiempo perdidos, su acción dejaba huellas ígneas a pesar de todo. Sin embargo no había brújulas para ese viaje sin destino más viable que la disección de las fantasías hasta volverse hueso y viento.
Lloraba como un niño y como un insecto se perdía en la luz de alguna idea más grande y seductora.
Alguna vez pensó que la desaparición física podía ser una solución pero luego encontraba que la complejidad implícita era de tal pesadez que incluso eso le abrumaba.
No era que su voz flaqueara ante las dificultades o la presión, más bien era una vaga sensación de extranjero. Sentíase un viajero de paso, pero sin rumbo claro y más bien atrapado en una coordenada cruel. Como si en un espasmo de entusiasmo infantil se le hubiese dado por huir de sus aroma natal y sin más consciencia que una simple corazonada se hubiese lanzado a una aventura para la cual carecía de habilidades.
Para completar el cuadro de la zozobra, la antorcha luminosísima que irradiaba aquellos pulsos azules como guía, se retraía con artera maña cuando intentaba contemplar las llamas que separaban los dos mundos.
Buscaba alguna clase de palabra de pase o contraseña, incluso pensó en palabras mágicas. Toda clase de combinaciones y rarísimas mezclas de idiomas y fonemas, pero nada ocurrió y el fuego azul se mantuvo inalterable, crepitando y elevándose a un infinito cegador.
La fina lámina que mantenía la cohesión de cada universo solo era permeable a aquellos que como gotas evaporadas en el exacto punto de calor, se condensaban y así esas almas podían cruzar los puentes de plata, ir y venir a voluntad.
Lo intentó, pero no tenía la claridad de propósito ni la sabiduría para adivinar el momento propicio.
De hecho, se veía y se sentía atrapado pero incluso así carecía del impulso necesario para atravesar el muro de los vientos de la eternidad.
Un forastero en su propio hogar, inmigrante en su tierra y visita penosa en su cuerpo. Despedía un calor inusual, su aura quemaba y tenía la particularidad de encender llamas dormidas en seres extraños.
Su propia vocación expansiva se manifestaba como una flecha de metal etéreo que al igual que un código secreto solo conocido por la parte menos manifiesta de su ser, inyectaba su néctar de cristal líquido en el terreno fértil del vasto campo de la percepción implícita en el infinito circular de la energía primordial.
Así se vaciaba y llenaba con idéntica velocidad y repetía el ciclo de un crecimiento que no comprendía del todo aunque lo intuía y sospechaba que no le era del todo ajeno el conocimiento de lo ocurrido y lo venidero, lo latente y lo manifiesto.
Podía sin esfuerzo, proponerse infiltrar su propia visión con el miraje de un sector más largo, más vasto y más ancho. La representación cúbica del estado de su ser.
Su condición de sobreviviente desde el cuarzo al plasma, de la cáscara hasta el verdor lleno de vida y de sal hecha lluvia, el cantar de una batalla a la que rehuía con una mano para integrarla a sí mismo en otra, lo compelían a intentar dar el salto sin más vacilaciones.
Y lo hizo, a pesar de todo, de sus pensamientos, miedos, de amores y deseos. Se impulsó hacia adelante y el espacio de niebla se curvó en un portal brumoso y plástico, que tomaba la forma de quien lo traspasaba. Como una gran boca de un río, se lo tragó y el hombre desapareció.
Dejó una huella de carbono gélida y luminosa para que con cada vista se convierta en señal para los rezagados.
Un portal de humo celeste y un cándido adiós a quienes lo precedieron y los que están por llegar.
VALERIUS SONTAG, 1879 "ÉPICA DEL SALTO" (Ed. Förmenn, Lachs & Wintermann)
Ningún fuego para inmortalizar su legado ni rojos y amarillos fulgurantes para iluminarle el sendero. Tampoco la frescura del agua ni la paz de la sombra.
Desnudo a los ojos del cielo, se perdió en pensamientos que de tan serenos parecían provenir de la antesala de la muerte.
En algún espacio y tiempo perdidos, su acción dejaba huellas ígneas a pesar de todo. Sin embargo no había brújulas para ese viaje sin destino más viable que la disección de las fantasías hasta volverse hueso y viento.
Lloraba como un niño y como un insecto se perdía en la luz de alguna idea más grande y seductora.
Alguna vez pensó que la desaparición física podía ser una solución pero luego encontraba que la complejidad implícita era de tal pesadez que incluso eso le abrumaba.
No era que su voz flaqueara ante las dificultades o la presión, más bien era una vaga sensación de extranjero. Sentíase un viajero de paso, pero sin rumbo claro y más bien atrapado en una coordenada cruel. Como si en un espasmo de entusiasmo infantil se le hubiese dado por huir de sus aroma natal y sin más consciencia que una simple corazonada se hubiese lanzado a una aventura para la cual carecía de habilidades.
Para completar el cuadro de la zozobra, la antorcha luminosísima que irradiaba aquellos pulsos azules como guía, se retraía con artera maña cuando intentaba contemplar las llamas que separaban los dos mundos.
Buscaba alguna clase de palabra de pase o contraseña, incluso pensó en palabras mágicas. Toda clase de combinaciones y rarísimas mezclas de idiomas y fonemas, pero nada ocurrió y el fuego azul se mantuvo inalterable, crepitando y elevándose a un infinito cegador.
La fina lámina que mantenía la cohesión de cada universo solo era permeable a aquellos que como gotas evaporadas en el exacto punto de calor, se condensaban y así esas almas podían cruzar los puentes de plata, ir y venir a voluntad.
Lo intentó, pero no tenía la claridad de propósito ni la sabiduría para adivinar el momento propicio.
De hecho, se veía y se sentía atrapado pero incluso así carecía del impulso necesario para atravesar el muro de los vientos de la eternidad.
Un forastero en su propio hogar, inmigrante en su tierra y visita penosa en su cuerpo. Despedía un calor inusual, su aura quemaba y tenía la particularidad de encender llamas dormidas en seres extraños.
Su propia vocación expansiva se manifestaba como una flecha de metal etéreo que al igual que un código secreto solo conocido por la parte menos manifiesta de su ser, inyectaba su néctar de cristal líquido en el terreno fértil del vasto campo de la percepción implícita en el infinito circular de la energía primordial.
Así se vaciaba y llenaba con idéntica velocidad y repetía el ciclo de un crecimiento que no comprendía del todo aunque lo intuía y sospechaba que no le era del todo ajeno el conocimiento de lo ocurrido y lo venidero, lo latente y lo manifiesto.
Podía sin esfuerzo, proponerse infiltrar su propia visión con el miraje de un sector más largo, más vasto y más ancho. La representación cúbica del estado de su ser.
Su condición de sobreviviente desde el cuarzo al plasma, de la cáscara hasta el verdor lleno de vida y de sal hecha lluvia, el cantar de una batalla a la que rehuía con una mano para integrarla a sí mismo en otra, lo compelían a intentar dar el salto sin más vacilaciones.
Y lo hizo, a pesar de todo, de sus pensamientos, miedos, de amores y deseos. Se impulsó hacia adelante y el espacio de niebla se curvó en un portal brumoso y plástico, que tomaba la forma de quien lo traspasaba. Como una gran boca de un río, se lo tragó y el hombre desapareció.
Dejó una huella de carbono gélida y luminosa para que con cada vista se convierta en señal para los rezagados.
Un portal de humo celeste y un cándido adiós a quienes lo precedieron y los que están por llegar.
VALERIUS SONTAG, 1879 "ÉPICA DEL SALTO" (Ed. Förmenn, Lachs & Wintermann)