El tiempo dio lugar a que los hombres y mujeres de ese entorno se preguntaran acerca de la realidad que los rodeaba.
No tenían mayores inquietudes que las naturales relativas a la simple y a la vez compleja supervivencia.
Pero un día apareció volando por el cielo celeste un hada de siete colores.
Como un arco iris humanizado parecía haberse impregnado de la magia cromática y singular del puente celeste.
El hada se llamaba Kaeli y su misión verbalizada era la de proteger las lagunas y bosques de aquel lugar sin rey ni orden.
Era pequeña como todas las criaturas del aire y flotaba como suspendida con sus alas de mariposa.
Su rostro era bello y exótico, sus ojos de fuego de terciopelo, dulces y feroces, suaves y tan rojos como rubíes en estado puro.
Volaba entre los mortales incitando a la acción y a la renovación.
Sus órdenes eran intervenir lo menos posible.
El evento se dio en un Tillium en donde se dice que la llama celeste que habían traído los dioses se hallaba perpetuamente encendida aún cuando no pudiera ser vista.  Se encontraba en el centro de un montículo de piedras ordenadas en círculo, gigantes e imponentes y contenían signos, escritura en algún lenguaje desconocido y extraño.
Durante la noche, miles de seres elementales, el alma de la tierra, correteaban por entre aquel templo al aire libre, inundando con su presencia la oscuridad. Entre las garras de las sombras, imponían un nuevo ciclo del renacimiento en cada estación. Era la noche de otoño. Las primeras hojas caían danzando con el viento y llevando la nueva del renacimiento arquetípico, la reelaboración de la sustancia y la transfiguración del eje universal.
Cada pequeña criatura, cada especie viviente y cada brizna elemental se constelaban en ese espacio para de alguna manera extraña reinventar el mundo.
Giraban las hadas terrestres en círculos concéntricos brillando como diademas al sol.
Como una directora de una orquesta sinfónica de carácter sagrado, Kaeli movía sus bracitos incitando al movimiento y dirigiendo todo con la gracia de un ser de las estrellas.
Un viento helado congelaba las gotas de agua y las convertía en cristales. Su impronta era tan fuerte que parecía un verdadero momento ígneo, un momento de creación de vida y misterio.
Todos los presentes se llamaron a un silencio respetuoso frente al advenimiento de esa luz cegadora que rastrillaba el cielo para encontrarse con sus partículas más diminutas y fundirlas en un nuevo elemento de complexión áurea.
Cada tanto se revelaba un llamado en la tierra y esta vez fue la implosión de las ideas y cierta presión en el ambiente que de alguna manera agregaba densidad material al fenómeno de la masificación de la energía en ese todo cambiante y vibrante.
Todo duró miles de años. En el momento, el instante del estado puro de la materia y la visión de una invisible potestad, todo duraba apenas la milésima de un segundo.
El corredor entre los campos unificados de la creación y los intersticios espectrales de los siete colores, formaban una explosión de millones de colores de potencia indescriptible y de alcance interminable.
La luz de las estrellas se condensaba en un solo punto y en ese espacio diminuto estallaba en otros miles de colores y sonidos y olores, entre el soplido incandescente de un aliento de orden divino.
El hada cumplió su misión y con la conciencia de haber hecho su trabajo, se retiró.
El mundo siguió andando, girando por el espacio sin límites, día y noche, día y noche. El cielo se cerró y las gentes se olvidaron del momento. Se sucedieron generaciones y miles de años más tarde aún quedaba el implante de luz realizado por el hada Kaeli.
Y así el mundo, salvado una vez por la pequeña, se enfrentaba a su propia destrucción o a la espera, siempre anhelada, de la llegada de otra hada-mesías o del retorno de aquella que una vez perpetuó la semilla de una esperanza en el planeta del hierro y la sangre.

LIZ ENNERGUT, 2012 "SUEÑO CON DESPERTARES" (Ed. Mayax)

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