El xenil era una rareza, algo inesperado y un sueño hecho realidad.
Los siete colores conocidos eran interceptados ahora con la aparición de un octavo y original color.
Los expertos habían previsto la posibilidad de semejante evento pero siempre en el cerrado y seguro universo de la física teórica.
Sin embargo, la aparición del octavo color no solo hizo caer las barreras perceptivas del mundo sino que trajo un nuevo problema, aún más serio y que consistía en que al no poder ser elaborado por la mente común, tomaba la forma de monstruosidades que atormentaban a las gentes. Suicidios en masa y enfermedades terminales junto a depresiones colectivas y ataques psicópatas fueron solo algunos de los efectos producidos por la aparición de este fenómeno.
El octavo color se produjo por error o por la fuerza del destino en el que los astros tuvieron una acción determinante. Cierta radiación normalmente interceptada por las defensas magnéticas de la tierra logró burlar los cerrados y encriptados códigos que la naturaleza había puesto en una labor de billones de años. El efecto latente de contención y reflexión de rayos ultraxniles era parte de una mecanismo aceitado por su funcionamiento casi eterno. Pero lo que sucedió aquella tarde fue tan inesperado y raro que ni aún las más cerradas barreras pudieron preverlo y mucho menos rechazarlo y una vez penetradas las defensas del planeta el elemento ya se había multiplicado como un virus cromático, lanzando su propia energía como un campo de micro asteroides tan pequeños que eran prácticamente invisibles.
Y así apareció el octavo color y lo llamaron como en los cuentos de fantasía: el color xenil.
Resulta dificultoso explicar y describirlo ya que nuestra lengua no contiene las palabras ni los conceptos como para la descripción de un color que nuestra mente no tiene registrado en su archivo y por lo tanto la única forma de dar una descripción aproximada es hacerlo a través de las erráticas formas literarias de la  metáfora, las comparaciones e incluso la arbitraria combinación de ambas.
Describir al Xenil sería algo más o menos así:
Asesino, locura, dulcísimo, impecable. Cierto, maduro y estridente. Claro afásico, vibrante y metálico. Arcos y guindas, espuma de sal y altos voltajes. Deseo intenso, cuchillos, fresas, radiales y centeno.
Cartas de tarot y médula ósea. Raíces de coníferas, basalto y cromo. Máxima concentración y fijeza de propósito. Miel ácida. Tábanos y certezas, espadas afiladas y agua de napas profundas. Algo del sol y también cortezas de árboles de oriente. Y más sal y más tensión y cientos de espinas clavadas en orden.
Todo esto era el octavo color y sin embargo nada de esto por sí mismo, la conjunción de todo y a su vez una infinita división de todo esto por una cifra tan alta y tan amplia que produce terror y pánico.
Curiosa cosa era que el color en sí mismo no hacía absolutamente nada. Era lo que producía en las personas. De pronto y sin motivo alguno, padres comenzaron a matar a sus propios hijos entre risas y cánticos en lenguas desconocidas. Obreros de inmensas construcciones se arrojaban al vacío cantando y agradeciendo a su dios, en apariencia, totalmente felices. Los automovilistas aceleraban al máximo solo para estrellarse frente a inmensas vidrieras y ver por un instante los millones de pedacitos de vidrio estallando hasta ser devorados por la sangre de sus propios cuerpos. Los dientes pasaron a ser armas como si los lobos hubiesen salido de oscuras mentes y las personas se mordían con toda la fuerza que poseían hasta arrancar la carne y ver sangre y aún tripas y desgarrar los músculos y la piel. Algunos niños comenzaron a pinchar sus ojos con tenedores, tijeras o lo que encontraran y parecían fascinados con el hecho de quedarse ciegos. Parecía que a medida que las gentes perdían partes de sus cuerpos sus sentidos se agudizaban y como si se tratara de una droga alucinógena y adictiva, hacían cualquier cosas por poder percibir por un instante ese maravilloso don que les estaba siendo entregado.
El octavo color actuó como un encantamiento y una maldición. Billones de personas murieron aquel día. Otros tantos quedaron lacerados, ciegos, mancos o locos. Un tercio de la humanidad desapareció quemada, ahogada o simplemente abandonada a la suerte de la locura momentánea de todas las razas del mundo.

VICTOR HAGHILAN, 1987 "EL OCTAVO COLOR" (fragmento) (Ed. LUMINA)

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