El mundo conocido, hermoso y tibio había sido destruido casi por
completo, dado vuelta, vaciado, expoliado, dividido, quebrado y lacerado por
los invasores llegados del cielo cuyo nombre no debe pronunciarse.
Fue peor que la muerte, oscuro como el olvido y más
horroroso que la sinrazón y la locura.
Llegaron un día como creados de la nada y se
multiplicaron en segundo. Sembraron el pánico, al segundo día quemaron las cosechas,
el tercero secaron los mares y al cuarto día inocularon meta-metal líquido a
cada habitante del planeta tierra infectando el aire a través de tubos
inyectores de gases.
No hubo quinto día para la raza humana.
Así como llegaron se fueron. Saquearon el planeta
de una extraña forma muy selectiva. Se llevaron al parecer solo lo que
necesitaban o deseaban: el oro, la plata, titanio, selenio y níquel, el
cuarzo, zafiros, rubíes, diamantes y uranio, agua pesada, trigo, maíz, centollas,
pulpos, arenques y papas; sésamo, pimienta, canela, higos secos, nueces,
nenúfares, lotos y cilantro.
Un desierto sin alma fue la postal que hubiesen
visto los terráqueos si alguno hubiese quedado con vida. Una escenificación de
la nada. La presencia de vida quedó casi desterrada y el planeta no fue
destruido posiblemente porque no había motivo para ellos en gastar en
explosivos.
Eran una raza poderosa y antigua cuya matriz de
supervivencia era de una fiereza sin límite.
Los antiguos los habían llamado dioses y los habían
adorado. Eran personificados como hombres-langosta o directamente como una
entidad negra y amorfa o como una nube tóxica y sin vida. La energía oscura del
universo que los científicos llamaban la masa negra de la antimateria.
No eran sino una unidad compuesta de billones de
seres formados para deglutir y procesar para formar más masa solo para tener
que seguir viajando por el espacio devorándolo todo. Una impronta de ausencia
era todo el rastro que dejaban y luego de miles y miles de años de viajar por
las galaxias habían devorado cientos de civilizaciones.
Lejos de allí, en el centro mismo de la Creación,
el Consejo Galáctico reunido en comité de sesión permanente iba siendo poseído
gradualmente por el pánico y la desesperanza.
Habían probado de todo. Bombas de poder atómico,
disolventes cáusticos de nivel planetario, rayos láser, phaser y rheaser
de intensidad y fuerza de la luz del sol y nada podía detener a la masa negra y
oscura que hacía sucumbir las vidas sin dejar rastros ni siquiera para una
posible vida luego de la muerte.
Los místicos y filósofos incluso pregonaron que no
solo devoraban las almas sino que las desintegraban al punto de que ni la
reencarnación era posible pues le habían comido el centro mismo de sus esencia
sembrando la nada y el vacío.
Una mañana en que las siete lunas del planeta
Aanosis se encontraban llenas y brillantes aún al amanecer, se levantaron todos
a la misma hora como llamados por una trompeta de orden invisible.
Se reunieron y cada uno contó haber soñado con los
mismo: el Altísimo -sea quien fuere para cada uno de los representantes de los
doce mil planetas acreditados en el gran senado- les había enviado un
mensaje.
Coincidieron en que todos apuntaban a la tierra, un
minúsculo e insignificante planeta a las orillas de la creación de una galaxia
llamada Vía Láctea y que acababa de ser destruido en el raid voraz de la masa
negra.
Por algún motivo que no alcanzaban a comprender,
allí, en ese lejano y subdesarrollado planeta habían quedado sobrevivientes.
Eso significaba no solo un golpe de suerte sino la
presencia de un nuevo elemento químico en el universo que por algún motivo se
resistía a ser digerido.
Sus habitantes, los humanos o terrícolas
sobrevivientes parecían haber desarrollado una muta génesis de orden cósmico.
Enviaron una nave espacial que cruzó la llamada
Cola del Dragón a través del tiempo y el espacio para investigar el caso y
encontrar una cura para el universo.
Los poquísimos sobrevivientes a la masacre se
habían escondido en cuevas, barrancos, en la selva o bajo los túneles de
algunas ciudades a la espera de que se aliviane la radioactividad.
Con el tiempo, los vientos solares que ahora
ingresaban al planeta por el hueco dejado en la capa de ozono, lavaron el aire
llenándola con otras energías igualmente dañinas. Mujeres y hombres tuvieron
que mutar. El código genético de la humanidad ya no servía para vivir en esta
atmósfera y el cambio se vino de una manera muy particular.
En la locura de aquel apocalipsis, no solo los
humanos fueron sometidos a una muerte casi inmediata sino también los animales.
Algunos sin embargo lograron sobrevivir. Desesperados y dispuestos a todo un
grupo de gente de ciencia y algunos brujos de comunidades selváticas se
pusieron de acuerdo en un experimento: les extrajeron sangre a los animales y
se la inyectaron en sus propios cuerpos en medio de la desesperación y la falta
de esperanzas.
Algunos -la mayoría- murieron en el acto, otros en
cambio lograron que su código genético se activara y dejara pasar los elementos
foráneos y asimilarlos de tal modo que se integrara a su organismo. Así, los
pocos que pasaban por esta experiencia y sobrevivían se volvían mutantes
humanos, organismos adaptados al caos de la extrema incoherencia
vibratoria.
Los animales a los que se les tomaba la sangre eran
insectos, roedores y por algún motivo curioso también osos. Las formas que
tomaron las personas haría incluso difícil que se les llamara humanos. Sobre
sus hombros crecían cabezas marrones y peludas o les salían garras de los
brazos, algunos comenzaron a ver crecer antenas enormes de sus sienes mientras
que algunos podían sentir una masa gelatinosa desplegándose desde las espalda
dando el nacimiento a alas de cucarachas o mariposas.
Algunas criaturas tenían una extraña belleza, otras
en cambio hacían que al mirarse al espejo se horrorizaran y lloraban hasta
descomponerse.
Sin embargo vivían.
A pesar de las múltiples formas que tomaban y lo
extraño y desconcertante de sus nuevas formas, había un don, una gracia
intrínsecamente humana que no habían perdido: el don de la palabra. Hablar. Se
podían comunicar perfectamente y lograban que aún en las extrañas formas de
protoplasma en que se habían convertido, podían ejercer el habla.
Cuando los embajadores del cielo llegaron de parte
del Consejo Galáctico quedaron entre sorprendidos y maravillados.
Según los registros que llevaban puntillosamente se
decía que era la segunda vez en la historia de la Creación que los humanos se
habían reconvertido y creado un nuevo elemento. De alguna curiosa y extraña
forma de este pequeño punto azul en el Cosmos se estaba colaborando con la gran
obra de la vida. El principio mismo de la porción en el todo hacía que la
mutación en proceso sería una nueva forma de vida, no solo en el mundo tridimensional,
del tiempo y del espacio sino también en las microestructuras cuánticas del
Universo.
El humano, tumultuosa criatura, débil y efímera
atado a un pequeño guijarro en las orillas de los mundos, había logrado
parecerse a Dios.
CAROLINA SPLENDOR, 1987 “LA MACROHISTORIA” (Ed.
Wessex)