Era un monasterio extraño. No había monjes, solo macacos. Sin embargo no estaba abandonado.
Las extrañas y movedizas criaturas vagaban por aquel espacio del cual parecían haberse adueñado. Las columnas estaban rotas, las gemas y brillantes caídos y las estatuas de los dioses sagrados cubiertas con telarañas y sucias. Cuando ingresamos los macacos salieron corriendo para esconderse y espiarnos a salvo. Nos habían advertido de llevar antorchas encendidas y así lo hicimos. Al parecer estas pequeñas bestias no temían al hombre sino al contrario, lo deseaban. Eran antropófagos. Asesinos de humanos. Sabíamos que los monjes habían perecidos pero no imaginábamos de que modo.
Sobre una pared con un gran mural del dios de las reencarnaciones, las manchas rojas de sangre habían alterado de tal manera la fisonomía que parecía una pira de sacrificios horizontal. Los monos tenían una mirada siniestra. No parecían animales. Eran alguna otra cosa. Desconocíamos casi todo pero bastaba observar el brillo maligno en aquellos ojos para sentir un temblor en el alma.
A medida que avanzábamos notamos que los animales mutaban sus colores como si se tratara de camaleones. De pronto un pequeño macaco de ojos amarillos se tornaba violeta y continuaba hasta un fucsia brillante; otro comenzó a cambiar no solo de tono sino que de su frente comenzaron a crecer unos pequeños cuernos blanco y curvados como los de un carnero y todo en apenas unos segundos; un tercer espécimen se mordió la cola con tal fuerza que se la arrancó de cuajo y al arrojarla la cola comenzó a moverse mutando en una gran serpiente. De los techos comenzaron a bajar monos alados y otros abrían sus bocas mostrando dientes tan inmensos que parecían tigres. Todos al unísono comenzaron a gritar emitiendo unos ruidos que causaban un pavor que paralizaba.
Se nos abalanzaron todos a la vez, las inmundas criaturas sedientas de sangre entre chillidos y hasta algo parecido a rugidos como lamentos. Hicimos un círculo con las antorchas y sobre nuestras cabezas también colocamos fuego. El humo hizo que el lugar fuese irrespirable y los macacos finalmente huyeron despavoridos y tosiendo. Nos pusimos unas máscaras protectoras y continuamos caminando. Finalmente llegamos a unos portales inmensos de hierro tallado. Empujamos con fuerza e ingresamos al recinto sagrado.
Allí, en medio del salón, vimos a un hombre de espaldas meditando. Nos acercamos y de pronto giró su cabeza ciento ochenta grados y el inmenso rostro no era otro que el del Gran Macaco. Abrió su boca y escupió un líquido verde que quemaba como ácido. Alcancé a clavarle el puñal que tenía preparado para ese momento y su corazón explotó en miles de pedazos. La sangre era oscura como el alquitrán y espesa también. De la puerta vinieron cientos de pequeños y simpáticos monitos ya sin mutaciones y cariñosos con nosotros. Habíamos desbancado al híbrido humano-macaco y ahora creíamos que todo volvería por fin a la normalidad. Estábamos equivocados.

RAMIRO DESEADO, 2001 "SEPTENTRIÓN" (Ed. Carthes Ltd.)

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