Retumbaba en todo su cráneo de ónix el sonido de aquellos pasos.

Sabían por experiencia que aún los habitantes de la Tierra tenían algunos poderes psíquicos.
Cuando los seres de la región del helio y el polvo de estrellas llegaron, tenían en mente conquistarlo todo, reducir a los locales y comenzar a excavar en busca de los preciosos tesoros de las montañas.
El oro tenía valor en todo el vasto universo y casi todos los planetas se cotizaba como una mercancía de alto valor. Las sondas enviadas siglos atrás habían detectado dos fenómenos extraños. El primero era oro. Una cantidad considerable del amarillo metal. El segundo era que los humanos lo codiciaban tanto como ellos mismos y mataban de buena gana por su posesión.
Eso acarreaba algunos inconvenientes bastante obvios y el principal era que los terrícolas no se desprenderían tan fácilmente del mismo. Estudiaron con mucho tiempo nuestro comportamiento y llegaron a la conclusión casi psiquiátrica de que la dependencia era total y absoluta. Decidieron entonces invadir sin más miramientos ni rodeos. Bajaron en setecientas naces ovaladas que brillaban a la luz del sol sobre el pálido metálico parecido al aluminio pero manchado con líneas contorneadas de gris oscuro y brillante, como si fueran vetas de uranio o escamas de pez distribuidas al azar.
Tenían luces por todo su alrededor. Rojas, fucsias, turquesas y verdes. Giraban y se encendían en secuencia creando una sensación extraña que infundía un raro miedo. Cientos de antenas se emergían por sobre la torreta central que parecía la cabina de mando en donde algo parecido a ventanas de un elemento semi-transparente y violáceo. De sus cantos salía un humo blanquecino y al parecer las naves condensaban agua porque al girar velozmente desprendían gotas en forma de fina lluvia.
Sabían de la belicosidad y también de las armas que poseíamos. Estaban bien enterados de nuestras costumbres y vicios y tenían planes de contingencia para cualquier ocasión.
Entraron una tarde por el polo Sur y se dirigieron primeramente a Berlin. Según sus cálculos había allí un centro magnético de fuerte resonancia y era fundamental comenzar por desactivar las emisiones de electromagnetismo que pudieran contrarrestar el ataque. Allí en medio de Alexanderplatz hicieron sonar una sirena tan potente que las personas que caminaban por sus calles cayeron al piso presas del pavor y el dolor. De un costado se abrió una compuerta y salió una pequeña nave de no más de cuatro metros en forma de ojiva y salió disparada hacia la mitad de la plaza. Estalló en forma de domo con la particularidad que en lugar de explotar lo hizo en forma de implosión controlada, como si se tirara una carga explosiva al agua. Luego de esto quedaron flotando en el aire una carga de protones coagulados que se hacían visibles en virtud de los reflejos de la interacción de las moléculas con los adoquines, las paredes y el cielo azul. Parecía estar todo perdido.
Un hombre se paró frente a la nave, extendió sus brazos y comenzó a entonar unas sílabas sin sentido aparente que parecían un mantra o un salmo inentendible. Su garganta sostenía el sonido con una fuerza descomunal y de a poco las diversas personas se pusieron a su lado a imitar el sonido que éste producía. Luego de unos minutos eran miles de humanos sintonizados con una frecuencia muy particular y que hasta sonaba bonita pero que al parecer alteró los campos gravitatorios de las naves y éstas comenzaron a caer una tras otra.
Dentro de las mismas los alienígenas intentaban sobrevivir pero las notas musicales emitidas parecían incluso dañar sus sistemas corporales.
Luego de un rato, el hombre de los salmos ingresó a la nave. Sus pasos retumbaban en el metal y en los oídos del último sobreviviente extraterrestre. Abrió los tres ojos de su cuerpo y murió con el eco de las pisadas en su cráneo de ónix.

MARION RAVELLI, 1956 "UFOMAQUIA" (Ed. Pourcell LTD.)

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