Hubo un tiempo, en los más remoto de los orígenes, entre el impulso creador y la consumación de la materia como orden creativo en el que lo sagrado y eterno convivió con la materia bruta, con la sangre, el hueso, el mineral y la bestia salvaje.
Una época en la que se fundieron los arquetipos de la creación en una amalgama entre cielo y la tierra.
Una era en que las piedras, repletas y rebosantes de fotones brillaban en la oscuridad como faroles de luz tibia.
Azules y violáceas eran las rocas de las estepas; verdes y amarillas como pequeños soles las que estaban cerca del mar; magenta y turquesa incandescente las que se hallaban en las cavernas.
Vibraban con tal intensidad que la noche era de una dulce compañía y con solo mirarlas las criaturas vivientes se llenaban de dulzura y poder.
Eso fue antes de la llegada de llama negra. Anterior a la caída del hombre.
Un asteroide gigantesco se estrelló contra el planeta y dejó incrustado en sus cimientos su carga de antimateria.
Un vórtice de energía que lo consumía todo. Vida, conciencia, almas y deseos eran tragados a través de un hueco en el espacio, un portal sin más propósito que consumirlo todo y con un hambre infinito.
Al comienzo algunos pensaron que podía ser una señal, un regalo de los dioses o simplemente un mineral inerte. Nada de eso era cierto. Era materia inteligente. Contenía en sí misma la paradoja de sus propia destrucción en forma de un agujero negro que debía devorar para vivir.
Aquel ser de inteligencia sideral debía destruir para no morir. Comía o se extinguía.
El pasado vivió y se crió en el presente en forma de un legado vivo y bullicioso y moldeó el futuro de ciertos hombres y mujeres de forma que ya nunca fueron iguales.
Aquellos habitantes de la luz, pulsaban como magnetos efervescentes mientras atraían hacia sí mismos, los círculos que conformaban los átomos de la vida.
Se convirtieron en ánforas portadoras luz de polvo de estrellas y en guías de hueso y sangre para el resto de la especie. Rebosaban de amor, de ímpetu vital y orden coherente.
El magma de la vida hecho carne. Esos humanos fueron los portadores de la esencia divina, el contacto eléctrico entre la eternidad y la sombra.
Habían aprendido de los visitantes por ósmosis y sacrificio y aún en su imperfección podían guiar al rebaño humano bajo la forma de los profetas.
Hijos de la luz y la conquista, se replegaron dentro de sus almas para hacerse fuertes y valerse por sus propios medios, en medio de un mundo que sabían hostil, un planeta de animales que sedientos de vísceras tibias podían devorar a quien osara intervenir en sus vidas.
Así, de a poco se convirtieron en seres de la inmensidad con un nostalgia infinita en un recuerdo sin memoria y el anhelo de un estado de beatitud y concordancia, de alientos y de expansión.
El reino de la bestia era sin embargo un lugar de temer. Y ese reinado ocupaba toda la superficie del planeta, las costas conocidas y los territorios ignotos.
Sus pontífices y gárgolas vivientes se impulsaban con el odio y la mentira hacia los lugares abyectos y en medio de tinieblas y eclipses que paralizaba a sus seguidores asfixiando sus sentidos entre la bruma y el desconcierto.
El estigma de los visitantes de ser inmigrantes astrales y por lo tanto indeseables o potencialmente peligrosos se cernió sobre ellos como una lluvia, creando alrededor un aura de desprecio y odio.
Desde los tiempos de los primeros recuerdos se sabía acerca de contactos con estos visitantes de las estrellas y las catedrales aún en pie parecen gritar su presencia desde la mudez de las piedras.
Algunos de los máximos líderes de estas órdenes habían sido de hecho, seres de la zona fantasma.
Fue una época de híbridos entre humanos terrestres y aquellos espectros de otros mundos devenidos encarnaciones cuánticas deambulan aún entre nosotros y moldean nuestro destino.
Los siglos pasaron y el tiempo ha decorado con finezas impensadas las moradas de la humanidad pero la relación íntima y secreta que ha unido a estas dos razas, dejaron una oleada de fuerzas sincrónicas que se potencian cada tanto en el tiempo para llegar una nueva composición de elementos, y forjar las cadenas genéticas del futuro para un nuevo tiempo en el que quizás no haya ni aire ni agua y los gases inunden la tierra para que mutemos hacia otros estados de mayor sutileza con otras posibilidades evolutivas.
Sin embargo aquel pasaje creado originalmente por las fuerzas de la intuición y el conocimientos de la más profunda y antigua hechicería de más allá de las galaxias siguió abierta y hoy día siguen ingresando y saliendo como espectros habitantes de ambos mundos.
Como si se tratara de un viento de extraordinaria potencia, el flujo energético nunca se detuvo. En un canal de ida y vuelta potenciada por los años de corriente ininterrumpida, los espíritus migran de un universo al otro por el canal de la inmortalidad.
Todo rastro queda siempre evaporado por una sucesión de campos magnéticos que actúan como verdaderos escudos que impiden a curiosos, extraños y enemigos penetrar ni siquiera cerca de estos pasos fronterizos entre el todo y la vida tridimensional de nuestra existencia.
El plan maestro era tan ambicioso que su diseño se hizo inexpugnable y críptico para la mayoría de los mortales. Los ciclos de vida y muerte, de amplitud y retraimiento y explosiones seguidos de grandes y poderosos momentos de inhalaciones de orden sideral se suceden como todo en la vida y sin embargo para quienes han logrado atravesar el portal se trata apenas de una ilusión más en el inmenso manto de oscuridad tendido en la mente del humano.
Eso es todo lo que sabemos.
OLEG PATCHENKO, 1954 "LOS SUBURBIOS SIDERALES" (Ed. Universidad de Proshkov)
Una época en la que se fundieron los arquetipos de la creación en una amalgama entre cielo y la tierra.
Una era en que las piedras, repletas y rebosantes de fotones brillaban en la oscuridad como faroles de luz tibia.
Azules y violáceas eran las rocas de las estepas; verdes y amarillas como pequeños soles las que estaban cerca del mar; magenta y turquesa incandescente las que se hallaban en las cavernas.
Vibraban con tal intensidad que la noche era de una dulce compañía y con solo mirarlas las criaturas vivientes se llenaban de dulzura y poder.
Eso fue antes de la llegada de llama negra. Anterior a la caída del hombre.
Un asteroide gigantesco se estrelló contra el planeta y dejó incrustado en sus cimientos su carga de antimateria.
Un vórtice de energía que lo consumía todo. Vida, conciencia, almas y deseos eran tragados a través de un hueco en el espacio, un portal sin más propósito que consumirlo todo y con un hambre infinito.
Al comienzo algunos pensaron que podía ser una señal, un regalo de los dioses o simplemente un mineral inerte. Nada de eso era cierto. Era materia inteligente. Contenía en sí misma la paradoja de sus propia destrucción en forma de un agujero negro que debía devorar para vivir.
Aquel ser de inteligencia sideral debía destruir para no morir. Comía o se extinguía.
El pasado vivió y se crió en el presente en forma de un legado vivo y bullicioso y moldeó el futuro de ciertos hombres y mujeres de forma que ya nunca fueron iguales.
Aquellos habitantes de la luz, pulsaban como magnetos efervescentes mientras atraían hacia sí mismos, los círculos que conformaban los átomos de la vida.
Se convirtieron en ánforas portadoras luz de polvo de estrellas y en guías de hueso y sangre para el resto de la especie. Rebosaban de amor, de ímpetu vital y orden coherente.
El magma de la vida hecho carne. Esos humanos fueron los portadores de la esencia divina, el contacto eléctrico entre la eternidad y la sombra.
Habían aprendido de los visitantes por ósmosis y sacrificio y aún en su imperfección podían guiar al rebaño humano bajo la forma de los profetas.
Hijos de la luz y la conquista, se replegaron dentro de sus almas para hacerse fuertes y valerse por sus propios medios, en medio de un mundo que sabían hostil, un planeta de animales que sedientos de vísceras tibias podían devorar a quien osara intervenir en sus vidas.
Así, de a poco se convirtieron en seres de la inmensidad con un nostalgia infinita en un recuerdo sin memoria y el anhelo de un estado de beatitud y concordancia, de alientos y de expansión.
El reino de la bestia era sin embargo un lugar de temer. Y ese reinado ocupaba toda la superficie del planeta, las costas conocidas y los territorios ignotos.
Sus pontífices y gárgolas vivientes se impulsaban con el odio y la mentira hacia los lugares abyectos y en medio de tinieblas y eclipses que paralizaba a sus seguidores asfixiando sus sentidos entre la bruma y el desconcierto.
El estigma de los visitantes de ser inmigrantes astrales y por lo tanto indeseables o potencialmente peligrosos se cernió sobre ellos como una lluvia, creando alrededor un aura de desprecio y odio.
Desde los tiempos de los primeros recuerdos se sabía acerca de contactos con estos visitantes de las estrellas y las catedrales aún en pie parecen gritar su presencia desde la mudez de las piedras.
Algunos de los máximos líderes de estas órdenes habían sido de hecho, seres de la zona fantasma.
Fue una época de híbridos entre humanos terrestres y aquellos espectros de otros mundos devenidos encarnaciones cuánticas deambulan aún entre nosotros y moldean nuestro destino.
Los siglos pasaron y el tiempo ha decorado con finezas impensadas las moradas de la humanidad pero la relación íntima y secreta que ha unido a estas dos razas, dejaron una oleada de fuerzas sincrónicas que se potencian cada tanto en el tiempo para llegar una nueva composición de elementos, y forjar las cadenas genéticas del futuro para un nuevo tiempo en el que quizás no haya ni aire ni agua y los gases inunden la tierra para que mutemos hacia otros estados de mayor sutileza con otras posibilidades evolutivas.
Sin embargo aquel pasaje creado originalmente por las fuerzas de la intuición y el conocimientos de la más profunda y antigua hechicería de más allá de las galaxias siguió abierta y hoy día siguen ingresando y saliendo como espectros habitantes de ambos mundos.
Como si se tratara de un viento de extraordinaria potencia, el flujo energético nunca se detuvo. En un canal de ida y vuelta potenciada por los años de corriente ininterrumpida, los espíritus migran de un universo al otro por el canal de la inmortalidad.
Todo rastro queda siempre evaporado por una sucesión de campos magnéticos que actúan como verdaderos escudos que impiden a curiosos, extraños y enemigos penetrar ni siquiera cerca de estos pasos fronterizos entre el todo y la vida tridimensional de nuestra existencia.
El plan maestro era tan ambicioso que su diseño se hizo inexpugnable y críptico para la mayoría de los mortales. Los ciclos de vida y muerte, de amplitud y retraimiento y explosiones seguidos de grandes y poderosos momentos de inhalaciones de orden sideral se suceden como todo en la vida y sin embargo para quienes han logrado atravesar el portal se trata apenas de una ilusión más en el inmenso manto de oscuridad tendido en la mente del humano.
Eso es todo lo que sabemos.
OLEG PATCHENKO, 1954 "LOS SUBURBIOS SIDERALES" (Ed. Universidad de Proshkov)