Sigfrid no era un hombre común. Había heredado de sus antepasados el don de la resilencia y la adaptación. También tenía el poder de la locura controlada, una especie de fuerza que en simultáneo vivía en el cielo y en el infierno de cada momento y de toda situación. Tiempo atrás le habían diagnosticado esquizofrenia y paranoia aguda y quizás para ciencia que aplicaba a los mortales tenían razón. Pero Sigfrid no era humano. Mutante por herencia y por elección, descartó la vacuna que le retiraba el gen de la mutación y permaneció fiel a sus ancestros, los Astrodontes de Ganamarra, una raza híbrida que pobló el espacio hace un millón de años y que dejó descendencia en la Tierra como en Venus, Marte y Mercurio. Los Astrodontes eran físicamente parecidos a los humanos actuales por lo que la diferencia radicaba en los poderes de los que disponían en forma potencial. Luego del siglo XXV los humanidad se enteró de su presencia y los llamó enemigos. Como eran ya muchos y la sangre estaba muy mezclada con los humanos a los que llamaban puros decidieron que no eran posible simplemente matarlos sino que había que erradicar su origen extraterrestre. Los científicos crearon una vacuna que neutralizaba el factor X que era el que los hacía diferentes y pusieron a disposición la inoculación de la sustancia para todo aquel que quisiera renunciar voluntariamente a su genética pasada. La mayoría aceptó gustosa ya que con ello creían inaugurar una nueva era de entendimiento y paz, poniendo fin a trescientos años de persecuciones, empalamientos y la tan temida hoguera. 
Sigfrid era uno de los pocos que no se asimilaron. Cuando tuvo que llenar la planilla obligatorio en el regimiento de purificación, tachó el círculo que avalaba la inyección con un signo negativo.
De ahí en más su vida cambió para siempre. 
Sigfrid no era Sigfrid. Eso era apenas un nombre y él ya era otra cosa, o mejor dicho, era lo que era, una esencia volátil y luminosa dentro de una mortaja apenas animada por lo que llamaban vida. Era un punto de luz en el espacio, una conjunción entre los poderes del cosmos y la pigmentada tierra. Era un ser que era lo que siempre fue y lo que siempre sería. Una extremidad polar que se manifestaba con sangre y hueso en la dimensión más densa de la posibilidad de la vida. Y si acaso él lo supo antes, lo que le ocurría ahora era desgarrador y liberador. Supo que podía saltar como un conejo cósmico de un plano a otro y no estar atado a ninguna dimensión. Se percató de que el dolor no existía, que era todo ilusión de la consciencia fijada a la materia y que él, en esencia no sentía ni dolor ni placer, ni comodidad ni desagrado ni alegría ni tristeza ni hambre ni euforia ni miedo ni nada. Sigfrid era un nombre, un nombre de hombre. Y él era un Astrodonte de linaje inmortal.
Sin embargo, para los oscuros y tenebrosos humanos repletos de temores, este hombre era un peligro latente. Negarse a erradicar su pasado era algo que no querían que se repitiera. Podrían haberlo matado pero eso hubiese provocado la furia de los otros mutantes y era lo último que querían. La supremacía de los humanos solo se debía a que habían logrado con relativo éxito mantenerlos dormidos. Un error y cualquiera de ellos podía convertirse en un mártir, y luego de los mártires vienen los líderes que conducen a los cambios. Y el humano no quiere cambios.

Fue confinado a una celda en un lugar escondido entre los bosques del sur de Islandia. Una casa de reposo la llamaban y estaba conducida por los maestros de la tortura.
Sigfrid disipó el frío que sentía en el estómago con una técnica de respiración que aprendió durante su entrenamiento. Inhaló por la nariz durante un tiempo prolongado y luego, con el pecho hinchado sopló con todas sus fuerzas mientras pronunciaba el mantra "iam". El método era utilizado tanto frente a mutilaciones como antes de un interrogatorio. Garantizaba la circulación de una energía intensa que permitía superara el dolor y el miedo a la muerte.
La temperatura helaba la sangre. Pensar claro era casi imposible entre el tiritar de la mandíbula y los sacudones con espasmos y lo que hacía más complicada la situación era que le habían arrancado los dientes y sus encías no paraban de sangrar. 
Siguió concentrado en su técnica de respiración y en signo de color rojo que imaginaba en su frente como una diadema que brillara y se prolongara hacia fuera como un rayo de fuego sólido. Imaginaba una ráfaga de rubíes taladrando el infinito.
El ejercicio consistía en sobreponerse al dolor, al miedo y a la pena, desterrar cualquier rasgo de autocompasión y lograr entrar en la llamada "zona fantasma", en donde la ubicuidad y la supresión de la percepción se armonizara con la realidad física creando una energía formada por cuantos de fotones en estado de ebullición serena.

Luego de que le quemaran los pies con ácido y fuego había pasado el umbral del dolor y sus sentidos se revirtieron hacia dentro creando un campo de visiones más allá de lo imaginable. 
Vio el polvo de la habitación tornarse dorado y formar alianzas entre las motas para crear formas conoidales por las que entraban y salían seres hacia otros mundos; portales entre dimensiones desconocidas y extrañas: salían de allí peces con ojos de gato, liebres verdes y pegajosas, larguísimos gusanos con un cerebro en cada pata, pasaron marchando como soldados los colibríes vestidos todos iguales como soldados prusianos, empuñando armas de fuego mientras del fondo se oían los gritos de los esclavos recibiendo latigazos de las esposas de los faunos con olor a ajo; se sucedían sin parar las llamadas de los insectos pequeños en forma de chillidos muy agudos que perforaban los tímpanos mientras la tierra se volvía blanda y barrosa como una crema marrón en la que se hundían todos aquellos que la pisaban; desde el otro lado ingresaban aves con olor a alcohol quemado y las ratas sucias y mojadas se colaban por el pasadizo hasta llenar la habitación con sus dientes blancos y sus ojos rojos como la sangre.
La serie de imágenes era interminable y aunque cerrara sus párpados seguían viniendo. 
En un momento su conciencia se eclipsó y un negro profundo y mudo se cernió sobre su percepción y se vio solo en una habitación sin luz pero sin sombras, sin sonido y sin ruido, lo único que percibía era el gusto y los olores. El gusto del aire que era a azafrán, el gusto de su mano que era de canela y almizcle, se lamió la boca y todo era sal marina y pimienta negra tan espesa que le durmió la lengua. 
El aroma era de incienso y azufre con un dejo de regaliz. Con los ojos muertos, el tacto anulado y sin oído apenas podía mantenerse en pie, con el equilibrio alterado y oliendo y oliendo y oliendo. 
Por un instante corto como un latido del corazón percibió en la lengua el sabor ácido de un limón y eso fue todo lo que recordó su mente normal. A partir de ahí todo se trastocó hasta volverse una invitación a la locura, enajenante y tortuosa como un río que arrastrar todas las inmundicias del mundo.
En su boca sintió olores a rosas, jazmines, nardos y de pronto sintió el sabor del oro, del ébano, de la malaquita, del carbón y de la piedra caliza. Sintió el olor de los recuerdos como un filamento de metal tenso; percibió el pasado como un cosquilleo en la garganta y de a poco se sumergió en su propio cuerpo oliendo y gustando cada sensación posible de este mundo. Ingresó en su bilis y sintió las convulsiones del vómito y rápidamente se fue al hígado a procesar el veneno de la combinación de tantas sensaciones de la boca y la nariz. Su percepción tornó a la médula espinal y fue una gelatina blanda y poderosa con gusto a caramelo de anís; luego de lo cual lamió con su imaginación las uñas de sus pies y escupió por el ombligo mil lombrices amarillas y putrefactas. 
Cuando de a poco volvió en sí y la vista apareció borrosa al comienzo y luego amarilla y lila hasta retomar el calibre de su vista, todo lo vio con una distancia jamás pensada. Prístino y sin una pizca de neblina las figuras se recortaban con la precisión de una hoja de afeitar. Todo se veía claro y luminoso, los azules lastimaban el iris y los magentas estallaban como haces envolventes hasta tornarse dardos de luz. 
La puerta se abrió e ingresaron dos enfermeros con picanas y baldes de agua helada. Lo levantaron del piso frío y le clavaron electricidad en el pecho. Se sacudió como un pez a punto de morir y cayó a piso mientras lo pateaban con asco y furia. Dentro de su conciencia Sigfrid -que no era Sigfrid- rió de felicidad y algo de ello se debe haber trasladado por un gesto a su rostro porque uno de ellos dio un paso atrás asustado. De pronto como un huracán nacido allí mismo el aire comenzó a girar a su alrededor con una furia incontenible arrastrando todo y haciendo estallar lo vidrios mientras los objetos volaban a su alrededor. Los matones fueron disueltos casi en el acto como si aquel viento fuese de potencia nuclear y solo quedó una hilacha de ropa blanca flotando sin rumbo. El techo estalló y los árboles del bosque se doblaron, las piedras se elevaron y cayeron sobre todo por cientos de metros alrededor. Una luz verde salió del centro de su plexo solar y quemó todo como un ácido viviente.
Sigrid se elevó como un globo aerostático y voló hacia el cielo. De su espalda nacieron alas inmensas y de su frente dos cuernos gigantes. Un demonio angelical se elevó hacia el cielo infinito.

AURORA RIVESS-LESTARD, 1898 "LOS ASTRODONTES" (Ed. Panacea)

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