-El tiempo solo es medible en intensidades- dijo Karl Normann antes de retirarse irritado y molesto de la habitación del hotel en donde se debatía acerca del fenómeno de la continuidad espacio-tiempo en la quinta dimensión en el marco de la conferencia anual de astro física cuántica.
Ninguno de los presentes entendía el motivo del portazo de Normann pero supusieron que era su ya conocido mal genio.
Luego de unas horas Normann volvió a la sala de conferencias pero algo en él había cambiado. Estaba notablemente desarreglado, la ropa arrugada, los escasos cabellos lacios sin peinar y sus ojeras parecían haberse ennegrecido. Los ojos inyectados en sangre dejaban ver unas finísimas venas quebradizas confluyendo en el iris azul cristalino del científico.
La gente reunida hizo un pequeño silencio y se miraban alternadamente entre ellos con asombro y a Normann con una mezcla de asco, desprecio y curiosidad.
Una señora un tanto comedida le preguntó si sentía bien y él le escupió en el rostro para desagrado de los presentes. Luego se quitó la camisa y mostró su cuerpo repleto de cicatrices y tatuajes con extraños símbolos incomprensibles pero claramente religiosos. Cruces en llamas que se fundían en ojos sin pupilas se cruzaban con líneas de alambres color óxido alrededor de su cuerpo del ombligo a la espalda y una boa que lo abrazaba junto a un símbolo de la muerte. Pequeñísimos signos que parecían letras de algún alfabeto olvidado distribuidos desde el cuello a la ingle conformaban palabras ilegibles. También había sangre seca mostrando el recorrido desde más de veinte heridas con forma de cuatro puntas como si su piel hubiese sido desgarrada por uno o muchos tenedores. Ojos de cobra, espirales, una colección de monstruos japoneses de mirada torva vestidos con trajes espaciales y dos soles con rayos como flechas se mezclaban con el conjunto.
Del centro del ombligo nacía una figura polimorfa con ocho brazos y en cada mano un arma distinta: espada, puñal, lanza, arco, machete, pica, hacha y mandoble. Por debajo unas cadenas rotas por las garras de un águila negra recorrían su cintura hasta la base de la columna. Debajo de la tetilla un espectro con ojos en blanco parecía salirse de la piel. Desde las piernas subían plantas como enredaderas y en cada hoja un rostro de un ángel.
Hasta ese momento el tema ya era una situación embarazosa para el lugar y sin embargo lo más extraño estaba aún por suceder. Mientras los presentes aún no salían del asombro y el personal de seguridad no sabía muy bien que hacer, el anfitrión intentaba con una sonrisa hacer pasar el momento como si se tratara de una puesta en escena planificada, el rostro de Normann comenzó a volverse blanco y de pronto por sus axilas comenzó a salir un humo blanco, luego por sus orejas y por su boca. La gente se retiró algunos metros ya verdaderamente asustados y del cuerpo los tatuajes comenzaron a cobrar vida. Los ojos sin vida se llenaron de energía y a mirar hacia todos lados con curiosidad; los monstruos japoneses salieron a batallar entre ellos con inmensas katanas y cuchillos, con miradas torvas y cejas arqueadas mostrando sus dientes amarillos y sus trajes de seda se movía con el viento. No solo peleaban sino que se hablaban con ese tono marcial y seco del idioma nipón; las boas se despegaron del cuerpo con sus largos tres metros y mordieron a varios de los presentes. Los alambres de púa salieron despedidos como látigos vivos y como si se hubiesen llenado de una inteligencia malévola se enroscaron en el cuello de dos hombres que cayeron al piso desangrados en segundos. Los rayos del sol se proyectaron hacia todas direcciones perforando techo, columnas, piso de mármol y paredes con la precisión de un rayo láser mientras la figura con sus 8 arácnidos brazos salieron a golpear a todos. Como resultado de aquel momento que parecía salir de un cuento de terror, resultaron trece muertos, veintidós heridos y Normann loco y arrugado en el piso sin la más mínima conciencia del evento.
Ya no había objetos pintados en su cuerpo. Las alimañas y figuras polimorfas se escaparon huyendo hacia la ciudad y ahora se esconden en algún lugar mientras preparan nuevos ataques o quizás a la espera de más compañeros de inclemencias. Los objetos que tomaron forma quedaron tirados allí: las espadas y las púas de los alambres, el mandoble y el puñal, fueron recogidos y llevados a un laboratorio. Los signos quedaron impregnados en las paredes y en las frentes de las víctimas.
El episodio fue negado y escondido. Se habló de un accidente por escape de gas. Karl Norman fue internado bajo tierra en un destacamento militar. Los cadáveres fueron quemados. El salón clausurado.
Durante más de tres años Normann fue mantenido bajo estricta vigilancia. Una mañana en la que se le estaba por hacer un chequeo de rutina, Normann se abrió la camisa naranja y para asombro de los presentes su cuerpo se hallaba nuevamente repleto de tatuajes. Unos instantes más tarde, se hallaban todos muertos y Normann tirado sobre el piso frío y sin una sola marca

CARLOS MARÍA VIVES, 1987 "LA CARRETERA DE LOS SIGNOS" (Ed. Paramour)


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