Salió de a poco de una bolsa un tanto arrugada y por lo demás común como cualquier bolsa. Asomó con cautela, un poco por timidez y otro tanto por prudencia ya que sabía de manera instintiva que su presencia producía un curioso efecto en los humanos.
Lentamente asomó su gran cabeza hasta la altura de los ojos y así alcanzó a mirar por encima para descubrir un mundo nuevo.
Podría pensarse que estaba seguro de la impresión que iba a causar, pero no, el pequeño poseía la inocencia suficiente para mirar sin lastimar y dejarse agarrar sin perder su forma.
Era de color marrón claro, y clara era su mirada, los ojitos redondos y libres.
Suavemente se dejó tomar en manos de aquellos bípedos gigantes que cubrían sus cuerpos con implementos de colores y pisaban con sus pies enfundados.
Miró con la transparencia de su raza y vio sonrisas, sinceras y llanas, limpias como vertientes de un magma cristalino del que nacen los sentimientos genuinos. Ese era el espejo, el sello de su presencia.
Era mudo.
Todo en su mundo se trataba de un misterioso y complaciente silencio, algo así como un canto en la lengua de los ángeles. No sabemos si oía pero sin duda comprendía y mucho a todos lo que se agolpaban a su alrededor, algunos para tocarlo, otros para estrujarlo con cierta ansiedad y algunos incluso con el afán de raptarlo y llevárselo muy lejos.
La bolsa había quedado ya a un lado aunque él sabía que luego volvería a ella como parte del paseo en la nave humanoide que lo llevaba de un lado a otro con diversos propósitos. Era consciente ¡y vaya si era consciente! que a su alrededor las defensas humanas se derretían y que su misión primigenia de llevar un mensaje de amor a los humanos se estaba cumpliendo. También sabía que había sido creado de la nada, del calor y la intención de vida.
Era agradecido. Aún sin poder emitir sonido ni moverse por sus propios medios, lograba trasladarse por el espacio de un lado a otro de la mano de todos los que los miraban y que casi como por un encanto se dejaban seducir por su blandura y valiente estoicismo. Nada lo afectaba. Lo agarraron, retorcieron un poco, lo doblaron, aplastaron, incluso lo olían y se refregaban contra su piel como si se tratara de un talismán que concediera deseos. Tal vez lo hacía.
Su cuerpo estaba hecho de materia blanda, incluso había agujeritos minúsculos uno junto a otro en un intrincado entramado de lana.
Aquel pequeño ser con apariencia de oso poseía el don de la entrega y tenía un poder especial y único: fomentaba la ternura.


MAGALÍ DABAR, 2014 “HISTORIAS A CROCHET” (Ed. Cien Sándalos)

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