Era una historia acerca de la unidad. Un
fragmento recortado del magma de la eternidad. El cubículo áureo, pálido
segmento de una porción mayor de integridad y cohesión. Todo aquello era apenas
el receptáculo amorfo de una pasión ilimitada por el conocimiento, la
quintaesencia de lo invalorado y a la vez deseado.
No había palabras en el idioma de los
inventos para describir la soberbia pieza de ingeniería arbitral que se había
conformado en esa particular dimensión. Los espacios se cubrieron con el
necesario humo distractor y migraban de complejas formas armónica a infaustas
muestras de ardor pictórico. Leves arrebatos plasmados en la tela rústica de un
pasado mal recordado. Su situación era apenas más viable que la del soldador de
hierros ácidos que reparaba toda la caballería metálica bimotor. Desde hacía un
tiempo se le hacía pesado el trabajo y ya no le daba esa comezón al reparar los
rayos de los ciclomotores como antaño.
Mejoró su técnica a tal punto que
desafiaba a quien quisiera aceptar la apuesta a que podía arreglar cualquier
parte de una Electra-Sport con los ojos vendados.
Lo cual era cierto, innecesario pero
verdadero.
Kubik se centró en un punto en
particular. Se descalzó y miró una vez más el armatoste gigante que tenía
frente a sí. Nunca había visto semejante máquina que parecía venir a consumir
el combustible de las entrañas de la tierra. Sus escapes múltiples tenían el
ancho de una cañería industrial de gas y las ruedas superaban los tres metros
de diámetro. La colosal bestia rugía como cien leones endemoniados y escupía su
blanco humo como un volcán. El gran tanque podía contener miles de litros y el
manubrio tenía la envergadura de las alas de un cóndor. Su luz delantera era un
farol que prendido parecía herir la tierra como un segundo sol. Los cables se
alineaban prolijos con el ancho de ramas de roble.
Las unidades de dos ruedas que los
gigantes también llamaban simplemente motos, parecían provenir de algún espacio
lejano. Tenía guardas dibujadas, líneas de oro fileteadas con justeza entre el
asiento y el tanque. De cada filamento se desprendía una cabeza de hipogrifo y
en cada ángulo se podían observar las flechas de la marca de San Calibú.
No había sin embargo secretos para Kubik.
Los gigantes le dejaban sus motos sabiendo que su habilidad no tenía
comparación y además –y por cierto nada menor- él mismo era un híbrido, una
mezcla mal acabada de enorme cuerpo de ancestros de gran porte y humanos del
bosque. Una amalgama de dudosa calidad si se tenían en cuenta sus toscos rasgos
y sus extraños modos, pero por otro lado podía comprender la lengua de los esas
extrañas criaturas y también sabía negociar con ellos.
No lo amaban pero lo respetaban y en ese
negocio aquello era más que suficiente. Kubik arreglaba las motos de los
gigantes y ellos le traían pepitas de oro del centro de la tierra.
RELATOS DE SAN CALIBÚ, Victor Sentey,
2002 (Ed. Palcebus)