Hay un lugar en el que el secreto es la
medida de todas las cosas. Ventura o desgracia, juicios lapidarios o tenues
voces suaves y alquímicas porciones de luz contrastan con la forma equinoccial
de todas las cosas. Ese lugar se llama de una forma misteriosa pues no tiene
nombre aunque sea nombrada ni es posible de localizar aunque poseamos un mapa
ajustado. El lugar es un espacio indefinido entre la plenitud y la miseria, un
árido desierto repleto de agua. Sabíamos desde el principio que nadie podía
acceder sin resultar dañado mas desconocíamos el real costo de ingresar a
aquella zona sin ser devorado por el momento. Lo guardianes habían colocado
allí sendas barreras, trampas mortales y hasta habían criado grifos siniestros
a los que sometían a un hambre descomunal solo para que estuviesen prestos a
olfatear presas. Éramos como materia descartable en una ilusión permanente de
florecimiento. Dábamos la impresión de resultar inoportunos cuando en realidad
solo pretendíamos ser considerados dignos de alabanza por los genios de la
malignidad. Para nadie estaba vedado el camino entre las rocas y sin embargo
eran escasos los que deambulaban por esos valles. El viento, el frío, el sol
rasante y la poca certeza de encontrar vida lo hacían especialmente atractivo
para suicidas disfrazados de aventureros pero poco interesante para buscadores
de entendimiento como lo éramos nosotros.
No sabemos hoy día de que trata el mundo
que queríamos encontrar. Solo poseemos una fuerza ciega mezcla de intuición y
vergüenza. Algún dios sin misericordia ni piedad nos forjó para que volviéramos
una y otra vez a la senda de eso que llamamos vida y que no es otra cosa que la
repetición incesante de la formulación tridimensional y por lo tanto limitada
de la existencia física.
Entre nosotros había quienes conocían a
fondo los espacios entre las capas de la energía sideral, quintas y sextas
dimensiones les eran habituales en sus recorridos y apenas podían soportar la
estrechez de estar constreñidos a lo ancho, lo alto y lo profundo. Y aquí
residía la paradoja y la pesada broma del Creador de todas las cosas: llamar
profundo a aquello que apenas podría considerarse como una medida de lejanía
relativa. Existía la perspectiva claro, la configuración abstracta que el ojo
practica para no perderse en el gran
giro cíclico de la construcción de la materia. El centro del ojo enfocado en un
punto en el que la imaginación es solo un espejo imperfecto y nublado por el
aliento de la divinidad. Había allí un problema de orden estructural y era que
habíamos sido arrojados al vacío por el mismo ente que nos quería como
salvadores y aún albañiles de los errores necesarios en la matriz de la
creación. Aquellas entidades eran crueles a los ojos humanos, sabios a los ojos
de los ángeles y perversos a los de los demonios y todos tenían razón.
Ese fue el motivo de la rebelión.
Conspiraron los injustos con los dolientes, los ajusticiados con los
memoriosos, formaron alianzas los muertos, los compungidos y los celosos con
los arrebatados y violentos, los insidiosos contadores de mentiras y las
repugnantes lagartijas humanizadas que pululaban entre los vivos.
Había en aquella legión sapos con cabezas
de toro incrustadas a la fuerza y atadas con hilos, teníamos entre las filas a
los vendedores de falacias de raza humana con los pies cortados e injertados
con tentáculos de color violáceo, caminaban entre nosotros las más aberrantes
criaturas a los ojos de los dioses: los híbridos, aquellos que no respondían a
ninguna ciencia a ninguna religión a ningún creer ni saber. Ellos constituían
la raíz esencial de la unión contra el cielo, la base y sostén del
levantamiento, la esencia misma de la contradicción en un universo planificado
para medir coherencias y glorificar por siempre a su Autor por sus logros.
Había comenzado y era imparable.
Sostenían sus armas como un árbol a sus frutos, en miles de racimos preñados
por la maldad, el rencor y la necesidad de venganza y muerte eterna. Los ojos
de las criaturas más espantosas como los peces ciegos de tres metros de largo que
comían a su paso a cuanta cosa viva hubiese, los roedores rosáceos con
larguísimos bigotes que sacudían a modo de radares en busca de carne en donde
hincar sus afilados dientes, insectos por millones de todas las formas, con
una, dos y tres mil patas, seis ojos, antenas hasta en el ano y dientes
afilados como alfileres. Rojas hormigas que devoraban a su paso cuanto néctar
encontraran y las fétidas arañas gigantes que con su baba inmunda asfixiaban
primero para luego clavar el aguijón envenenado en las entrañas de sus
víctimas. También había mujeres hermosas y peligrosas con cabellos que
irradiaban la pestilencia de la enfermedad y otras que mordían hasta secar la
carne de todo vitalidad. Hombres horrendos con cuellos gruesos como cerdos y
picos en lugar de boca como si hubiesen sido sus madres preñadas por gallos o
gansos. Había niños hediondos y niños leprosos, niñas sin brazos y otras sin
ojos. Sus madres las odiaban mientras apenas podían contener su pánico a quedar
solas y así las alimentaban para criar siervas al servicio de sí mismas. De las
cavernas salieron monos homínidos que no podían pronunciar palabra y sin
embargo miraban con una expresión que había dejado la animalidad pura hacía
tiempo, y eso los hacía más espantosos puesto que no eran simios ni personas,
eran corrupciones de los siglos, errores de la genética o el costo de prácticas
innombrables. Escupían un líquido amarillento y sulfuroso con el que podían
arrancar incluso un miembro a un enemigo en un aliento ácido que cortaba hasta
la piedra o el cuarzo. Los más antiguos y por lo tanto quienes dirigían ese
ejército de seres decapitados, niñas mutiladas, caballos con la cabeza
transformada en un riñón a puro golpes para domarlos, ratas sinuosas que
carcomían la tierra y gusanos blancos y negros que infectaban todo a su paso,
eran los antiguos y nobles guerreros de la luminosidad de un pasado olvidado
para ellos. Caníbales. Dioses caníbales.
En el comienzo de los tiempos habían
sucedido muchas guerras, no entre hombres sino entre los mismos dioses quienes
luego de un tiempo acordaron ciertas reglas para poder continuar con su trabajo
de creación de universos. La primera se constituyó en un tabú y era que no
debían comerse entre ellos so pena de ser para siempre erradicados a través del
exilio a las zonas más lúgubres de los páramos del olvido. Por un tiempo
funcionó y pudieron crear varias galaxias que duraron eones en una forma casi
perfecta. Un día, el dios de las cosas olvidadas llamado Aramana- Teowate se
disgustó tanto por un aparente maltrato de su primo que decidió comérselo allí
mismo. Le llevó el nacimiento y la destrucción de un mundo entero deglutir las
partes hasta dejar de comer. Con ello rompió la regla y fue desterrado como lo
imponían las leyes sin derechos ni privilegios. Con ello se convirtió en el ser
más abyecto de la existencia pues era repudiado por su pares y ni siquiera
temido por sus vasallos. Concibió entonces un plan audaz y delirante: imponer
como fuente de energía de vida el orden caníbal. Comenzó por espiar los movimientos
de sus pares y organizó el primer
ejército de comedores de huesos y tripas del espacio. Para ello tuvo que
trabajar mucho, engendró seres tan malignos que incluso él temía enfrentar y
solo los dominaba por el hecho de que había hecho conjuros tan oscuros que sus
almas le respondían por el pavor a ser desintegrados.
Salivaban como perros hambrientos por
cientos de años y tenían cincuenta y dos ojos. Algunos poseían una cola
poderosa hecha de ganglios y formaciones tumorosas que podían arrojar como catapultas
vivientes sobre sus víctimas. Los había de dos hasta cien patas y todos y cada
uno podía contener en sus vientres a varios elefantes. Su apetito voraz no se
saciaba nunca y desconocían todo lo que no fuera comer y defecar.
Así comenzó todo, en los albores de la
creación en donde no había aún más reglas que las que la vida impusiera, y
nosotros, viajeros de la eternidad, nos encontramos atrapados entre los
intersticios de la mente de Dios.
CHARLES LAGGERWIND, 1984 “LOS MONSTRUOS
DE DIOS” (Ed. Cattapena)